Prejuicio

Si prejuzgo a la gente es por iniciativa propia. No creo que sea así (yo) pero lo hago. Es cuando me siento en el bar y veo a la gente conversar en idiomas que no entiendo. O entendería, si hablaran más despacio. Claro está que no puedo desarrollar un entendimiento grato, intelectual sobre lo explayado en las mesas continuas, sin embargo me imagino el tema de discusión por la vestimenta. Eso es prejuzgar.

Aunque la vista de la ventana es más atractiva que la gente, no creo poder observar un paisaje tan bonito e inerte por tanto tiempo. Así que mejor veo lo que hacen los demás, mientras tomo un café en jarrito con dos medidas de azúcar y mitad leche que el mozo tan delicadamente posó delante de mí.
Cuando conversan por conversar, nada me llama la atención más que las manos dibujando cosas abstractas en el aire. Estoy tan cerca de esa mesa que si hago un mal movimiento puede que reciba una cachetada de arrebato. Puede que me lo merezca. Por fisgón. ¿Quién me mandó a escuchar cosas que no me interesan? Pero me interesan mientras haya estado durante horas sentado en la misma silla, con el cuarto café y viajando sólo durante tanto tiempo que no tengo más amistades que algunos mochileros de ocasión, y que los recuerdo por el sólo hecho de recordar algo cercano.
No siempre un prejuicio es malo. Un prejuicio es una idea previa, antes de conocerlo, que me hago de alguien. Entonces la imaginación empieza a prevalecer en mi cabeza, porque no lo conozco, no se nada de esa persona y construyo una característica alrededor de él. Ese muchacho vestido con pantalones pinzado, camisa rayada, pelo corto y prolijo, es un contador. No creo que sea un escritor, ni un fotógrafo de viaje, y mucho menos un artista plástico. Pero, ¿Quién lo sabe? Puede ser que yo me equivoque. Puede que sea un escritor de novelas, un pensador de la literatura, un filólogo de la Grecia antigua, después de todo estamos en la cuna de la civilización occidental. De todas maneras hasta que no hable con alguien, no puedo sacar conclusiones sobre su lengua. Se notaría un inglés forzado, un griego fluido, o un español con acento. Toma el café de a pequeños sorbos, mira a través de la ventana y se queda casi petrificado, pensativo, dueño de su pensamiento, privado, propio, y que yo intento apoderarme con la fantasía recorriendo su persona, sus movimientos tan lentos y estudiados que un error podría arrebatarle el relax en sus ojos.
Podría hacerme la idea que no espera a nadie. Que no quiere saber de nada y de nadie. Que la vista que ofrece el pequeño bar elevado es más que suficiente. Que el mundo se hizo para ese momento, para dibujar una isla en medio del mediterráneo, decorado de  casas blancas que bajan de los montes hasta la orilla. Afuera no hay nada más que agua, tan azul como sus ojos, tan quieta como su mirada. No recuerdo a alguien tan relajado en centenares de Cafés en mi basto recorrido por el viejo continente. Debe ser que no había detenido mi interés en ello, que las conversaciones y discusiones me atraen más que un pacífico cliente que nada hace, que ni gesticula ni sonríe.
Por más que el sol, en su punto más alto, se empeñe en aplanar las sombras del medio día otro café cae en la mesa de mi personaje. Porque es mío todo lo que no muestra, su pasado, su presente, sus gustos, su manera de actuar, su profesión. Es como esos juegos de la infancia cuando una rama caída servía de espada para luchar con los villanos imaginarios, pero tan reales que daba miedo perder la batalla, y la doncella no podía ser rescatada aunque esperara todo el día al pie de mi cama, con los juguetes en su espalda.
Su karma es la soledad, su alivio el mar que se funde en el horizonte con el cielo, su nombre, es mío de algún modo, hasta que alguien lo nombre y tenga que cambiar su nomina en mi texto, porque en ese momento lo real cubre la fantasía, como las sombras del medio día que poco a poco se desprenden de su original.
El hombre, que lo voy a nombrar Antión, solo para que prevalezca de alguna manera una relación más íntima entre nosotros, repiquetea sus dedos en la mesa con un ritmo constante. Tiene una canción en la cabeza y la sigue en su tempo y forma. Se debe estar acordando de alguien. Esa canción le dice algo, tiene letra, poesía, que modula en sus labios. La recuerda de principio a fin, reitera el estribillo uno y otra vez. Sólo hace una pausa cuando la boca le pide un sorbo de café, amargo o dulce, lo mismo da.
Sus pies también acompañan un bombo lento y profundo. La sonrisa de un tierno recuerdo se apodera del rostro y deja volar la imaginación que se mezcla con el pasado y se funde en la mirada. Enciende un cigarrillo que saborea con intenso placer. En cada bocanada de humo se refleja la imagen de su barrio, de su infancia. Lo miro, y cuanto más lo observo más se de él. Más se acercan sus sentimientos. Cada vez más. Él no me regala la mirada ni por un mísero segundo. Pero se que me piensa, que ya me estudió mientras yo andaba viajando entre las nubes y el mediterráneo. Se que fui el personaje de su historia por algún tiempo. Que baje en aquella isla lejana con mi mochila y un mapa arrugado casi en el mismo momento que me senté a prejuzgar su vida. Pensó que yo era un joven perdido en el ombligo del mundo, que dejaba llevar por la intuición y el agrado de conocer ciudades marcados en los mapas. Seguro que me describió seguro, infantil, carismático, gracioso, buscando algo que nunca encontraré en ninguna capital europea, ni mucho menos prendido en lo rieles de un tren veloz atravesando el occidente con no más que tres pantalones y cinco remeras. Y aunque ahora no me registre en sus pensamientos, cargo la responsabilidad de manejarme como él quiere que yo sea.
Se levanta por un segundo de la silla. Camina lento hasta la puerta y sale. Vuelve. Se sienta en la mesa donde otro café negro, amargo o dulce, lo espera. Se muestra impaciente. Mueve las piernas en estado nervioso. Descubre un trozo de papel tirado debajo de la mesa que levanta y lo lee. Mira a los costados, sale nuevamente a la calle, pasea la mirada por la estrecha calle ascendiente. Vuelve. Se sienta. Sabe que alguien no va a venir. Esta escrito en el papel. Me mira. Lo miro.
Vuelve la intriga a mi mesa. Ahora tiendo a descubrir su procedencia. Su historia. El sol comienza su lento descenso moviendo las sombras al oeste. Se levanta la textura del paisaje. Estremece la postal que delante de mis ojos observo quieto, dejando caer los parpados para ver mejor. Igual que él, que siente cada movimiento de la tierra en sus pies, girando y girando, imitando cada pensamiento mío como suyo, fija sus ojos en el horizonte, redescubriendo el pasado propio en cada huella que los rayos van dejando como una estela de luz imborrable y eterna. Si la soledad se replanteara la infancia en plena juventud atravesando el mundo con la mochila acuestas, tendría un significado superior a la simple contemplación del arte como tal, sin pensar en el origen que lo llevó a ser como es, y no otra cosa. Si la soledad del viaje me acerca a ese hombre que ya soy yo más que él mismo, es porque he puesto toda mi energía alrededor de su imagen, y todo lo que al le pertenece es mío. Ya no se si él está del otro lado del salón o es mi propia figura duplicada en el espejo que tan bien juega con la decoración. (Y puede que el espejo juegue conmigo como yo con él, y que el paisaje detrás de la montaña nos juegue a todo una broma sólo para el reír de los dioses antiguos, que alguna vez imaginaron este presente.)
Me dirijo al hotel bajo la tenue iluminación de los pasajes que cruzan las casas y los negocios del pueblo, subiendo y bajando escaleras, esquivando los turistas y locales que no dejan de asombrarse de la bella isla. A cada minuto avanzo escribiendo una historia nueva, como aquel hombre que me mira desde lo alto y en cada página va relatando mi paso por el mundo, como un alter ego de su pasado, cuando él mismo estuvo recorriendo este pueblo y el ideal del tiempo lejano va dibujando mi imagen en su rostro, con el pelo corto, pantalón pinzado y camisa rayada, dispuesto a entrar en la oficina y apartar toda historia mía, que tanto fue de él.

Si prejuzgo a la gente es porque comencé prejuzgándome a mí mismo, cuando olvidé mi pasado en el portafolio de trabajo o en alguna reunión de empresa. La barba y el pelo largo se quedaron en los andenes de las viejas estaciones de trenes, junto con la mochila verde agua, los mapas arrugados y los tickets de avión doblados en los bolsillos del pantalón, que como un aviso del pasado, como un llamado de atención, me encuentro de tanto en tanto cuando mi mujer hace limpieza en el placard, y me quedo con la vista fija, los ojos humedecidos y la mirada lejana, disfrutando un café de ocasión con el paisaje detrás de la ventana, que tan amablemente alguien (algún dios, aunque no crea en ellos) me ha regalado.



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