La isla

Ni bien pudo ver la isla se estremeció de un lado a otro. Lo nuevo estaba por llegar. Era de los que pensaba que la historia iba marcando la edad en el tiempo. Y si a eso le sumaba su familia perdida, quedaba en claro que nada podría sacarlo ahora de su futuro, tan impredecible como inocuo.
Sacó de su bolsillo restos de arena que le se le metieron entre las uñas y agitó la mano dejándola escapar lentamente simulando que la cenizas del pasado tomaban vuelo desde la popa del barco y se perdían en el mediterráneo. A medida que la isla se engrandecía ante sus ojos, el corazón retumbaba con más fuerza como si una atracción desde la tierra lo estimulara sin razón. Las casas poco a poco tomaban forma, se podía distinguir las ventanas azules, los balcones decorados y las viejas vasijas ajadas por el tiempo o por moda que adornaban las estrechas calles blancas que resplandecían desde los lejos como faros. Dejó que sus ojos se fundieran con el mar que perdía su grandeza en las orillas donde un puñado de pescadores anclaban los botes y enrollaban las redes finalizando la jornada que comenzaría con un vaso de ron volcado en la barra atestiguando los comentarios y las charlas machistas.
Ni bien el barco se detuvo en el puerto, los turistas se lanzaron como estampida pidiendo tierra firme y alojamiento. Alain no fue el último en bajar, pero las ofertas y promociones de hostales se alejaban de la mano de los primeros en pisar la isla. Caminó solo durante media hora hasta que el cansancio lo arrimó a un bar. Se sentó a la mesa pegado a la ventana. Ordenó un café doble mientras un cigarrillo lo relajó en una fuerte pitada. Detrás de él un hombre de aspecto familiar lo miraba sin pronunciar una palabra. Alain lo observaba a través del reflejo del ventanal. El hombre se acercó a lentamente sabiendo que el destino estaría en clavarle un puñal por la espalda y dejar que la sangre de Alain se desemboque en el mar azul. Alain se quedó inmóvil, esperando que la hoja de acero atraviese su carne dejando su vida en lo más lejano. El hombre se acercó y sin contar las miles de razones pagadas previamente por Alain, clavó su cuchillo en la garganta. El cigarrillo cayó al suelo y se apagó con la misma sangre que brotaba del cuerpo ya sin vida. Alain pudo ver la taza de café como una postal de despedida y la ventana de fondo que le ofrecía el mar azul junto con la mirada de Ana, que acariciaba la herida donde no había herida, y sus hijos correteaban por la playa, esa playa de arena negra que tanto había visto en fotos y la promesa quebrantada de un viaje en familia que el destino, ese loco destino le dio una tarde cuando el sol se escondía detrás de la montañas, los pescadores comenzaban sus borracheras y las casas blancas destellaban desde lejos. 

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