Cuando llego a una ciudad


Cuando llego a una ciudad con la mochila colgada del hombro, un mapa mal doblado intentando escapar del bolsillo y la gruesa campera en la mano, (que por su tamaño no entró en la mochila) comienzo un ritual inexorable y reiterado. Sin más fundamento que la realidad misma presente, llego al vacío total, a lo desconocido, como si la ciudad se va formando delante de mis ojos donde antes nada había. Pero esa son cosas de la neurosis propia de viajero solitario que, por soledad o imaginación pura, nadie lo espera. Nadie.
Es ahí cuando caigo en razón que tengo que luchar por los precios en los hostales, que más barato si sumo días de estadía, pero tengo que contemplar, o estudiar, la ciudad. No es lo mismo llegar a las grandes capitales europeas que a un pequeño pueblo que con pocos pasos lo recorres de punta a punta, y entonces al día siguiente viene la pregunta, ¿y ahora qué?

Lo lindo de las pequeñas ciudades europeas que son como esos textos cortos de alto contenido. Es ahí cuando el autor pone todo lo que tiene en pocas palabras, como un ristreto de mañana, corto y poderoso, que te levanta de la cama de un salto. Y si había algo que tenía esas inhóspitas estaciones de tren casi abandonadas (pero no) era eso. Era imposible cansarse de caminar una y otra vez por la misma calle, entrar en los mismos cafés, esquivar la misma gente que, como yo, frecuentaba los mismos lugares turísticos. (Aunque muchas veces le escapaba)
Con la ganas de aprender algo que nunca encontraría escrito, caminaba agarrado a la imaginación de un cuento de aventuras en cada esquina, y doblaba con la astucia de un caballero del medio evo por las transversales. Recorría los inmensos castillos que contemplaban desde lo alto el paisaje, resguardando su cultura dentro de los muros de los ataques de los bárbaros, esos que ya no existen más que en mis cuentos. (Y yo soy un bárbaro que tomó el castillo por sorpresa, eso sí, pagué la entrada)
Si me hubiera preguntado en que época del año viajaría, sería en invierno. (Pero nunca planeé nada) Me gustaba ver caer la nieve en los tejados de las casas, cubriendo las calles, oscureciendo el día temprano, cuando los pies todavía no esperan una cama o una silla. Y si algo tenía la noche era la función que comenzaba cuando las luces pasaban a primer plano, elevando el castillo en el fondo, acariciando el piso barnizado de la calle que tan amablemente reflejaba las luces de los autos. Era una foto imposible, pero más aún, era intentar una descripción más absurda dentro de los diarios de viaje. (Una vez me animé a escribir uno, nunca supe dónde quedó)
Lo mejor del viaje era el recuerdo vivo cuando subía al tren y cerraba los ojos recapitulando todo lo visitado. Pasaban infinitas imágenes que eran imposibles de contar, y debe ser por eso que las pocas que hoy quedan, son las que arman el cuento, que no es cuento, pero tampoco se muy bien que es. Voy a armando una bitácora con el almacén de las viejas fotos impregnadas en mi cabeza para recordar que una vez caminé por las calles de la ciudad (esas donde nadie te espera) al vacío, llenando todo lo que la ciudad representaba en mi imaginación. No digo que no exista, pero a esta altura, no lo se. Fue mío por mucho tiempo. Desprenderse de eso es difícil. Entiendan.

A eso me dedicaba por esos años de juventud con la ropa arrugada en la mochila y un libro de viajero que me comentaba cosas que no se me importaban. A rellenar los espacios vacíos de los pequeños pueblos europeos, a inventar grandes historias de grandes ciudades, a ser un sentimental oculto en la lejanía. (Donde nadie te ve) Caminaba con las manos en los bolsillos, acariciando con la punta de los dedos el encendedor y algunas monedas que se deslizaban por un agujero del forro hasta caer al suelo, como un juego obsesivo en cada paso. Mezclaba la fantasía con la realidad. (Cosa tan peculiar en mí y que me dejó varado donde estoy. Qué tampoco se dónde.) Las calles eran mi escenario y los trenes mi escape. Los hoteles baratos se dejaban conocer en boca de algún compañero temporal de habitación entre tragos de alcohol barato y chocolate para fumar. No recuerdo ningún nombre, pero si sus caras, y si no las invento. Es decir, mejor las invento. A veces me pregunto dónde estarán, qué será de la vida de esos que en algún momento compartieron un día o dos conmigo. Hay alguien que los recuerda con imágenes difusas y detalles fantásticos. Qué será de mi vida, lejos de sus pensamientos, lejos de su imaginación, lejos de todo. (¿Se acordarán?)
Sigo empujando el tiempo entre las avenidas y las calles angostas de empedrado. (¡Como extraño el empedrado!) Camino y camino, con la mente funcionando a mil, dejando caer los hombro y la frente. Entro a los cafés que tan pintorescos aparecen debajo de los viejos edificios. Una iluminación baja, un aroma a libro abierto que sale de una mesa con una muchacha de ojos grandes detrás de sus modernas gafas, el estilo peculiar de la música que ambienta el salón y la ganas de sentarme a la mesa pegada a la ventana, donde la garúa dibuja abstractos con sus gotas y enriquecen el cuento palabra tras palabra, hacen de la ciudad una parte muy importante de mí. Y a través del vidrio, una ciudad con gente apurada, con turistas descansando en las esquinas (o perdidos), un pueblo lleno de historia que no conozco, y mejor así, porque todo lo que no veo, lo que no me quiere mostrar esa ciudad, lo escribo yo. Con el sentimiento escondido por años, que un día (que no recuerdo), me animé a esbozar.
Y es ahora, por suerte, que cuando llego a una ciudad, con la mochila colgando, un mapa mal doblado en el bolsillo y la campera, alguien me espera, y debe ser por eso que teniendo la familia que tengo me siento protegido; porque no hay nada más lindo que después de tanto ajetreo, de tantas estaciones al costado de la vía, de tantos cafés, de infinidades de cuentos, alguien piensa en mi regreso. Alguien recuerda mi cara en la mañana, cuando el malhumor me condena y los condena, alguien comparte una habitación eterna (si sigue aguantando mis locuras, mis viajes, mis fantasías, mis cuentos, mi neurosis), alguien (y ahora en plural) me resguarda de los bárbaros, con sus muros infranqueables, que tres turros (ahora cuatro, una turra) me defienden con la sonrisa de cada mañana.

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