Tu sonrisa en el pasado

No va que me siento a tomar el Café de la peatonal y te veo pasar casi corriendo al tiempo entre los millares de turistas. No va que me siento a recordar tu figura en la oscuridad cuando el sol del medio día te ilumina la cara escondiendo la fantasía en el bolsillo, junto con los sobrecitos de azúcar que guardo sin que el mozo se de cuenta.
No es que te piense en cada momento que un buen libro queda atrapado en las paredes de mi casa y la imaginación empieza a buscar nuevas formas de escapar, pero al verte apurada esquivando la gente que amablemente te abría paso, recordé que las ganas de llamarte se esfumaron entre los cimientos de la oficina y las hojas de cálculos que el jefe me tiraba en el escritorio.
Un día te ví sentada en la vereda del barrio, murmurando cosas de las que hoy me gustaría saber. Como cada tarde, bajaba a la calle para verte un rato, o  escuchar tu voz, que un día de calor me regalaste pronunciando tu nombre. En realidad se lo dijiste a mi amigo, pero me lo guardé en la memoria junto con tu sonrisa pícara y avergonzada. Me senté frente tuyo esperando que tus ojos se encuentren con los míos sin pronunciar una palabra, como un testigo infidente de tus labios, que dejaban escapar palabras casuales de nuestra imagen adolescente. Claro que ni te percataste de mi presencia, mi amigo te tenía deslumbrada tan sólo por ser mayor que nosotros, y que la sabiduría y el encanto de él, caminaba unos pasos adelantes de los míos.
Esa tarde te busqué por todo el barrio, en cada árbol plantado, entre los autos estacionados, los juegos de pelota y mi gran astucia para encontrarte y no decir nada. Me obligaba cada noche a ser valiente e imaginaba que un simple “hola” cruzaría la barrera entre dos desconocidos y dos amantes. Soñaba con tu pelo oscuro como la noche de invierno, tus ojos claros, tus cejas, tu boca. Esa boca que imaginaba virgen esperando que un ladrón de media noche arranque un beso entre las papas fritas y gaseosas de alguna fiesta, esperando que nadie prenda las luces y nos descubra tirados en el sillón, creyendo en una vida juntos, como si los deseos adolescentes prevalecieran a través del tiempo. Dedicaba cada canción escapado del viejo walkman que me clavaba en la cien cada noche ante de dormir, que te cantaba desde el escenario bajo las luces de colores que decoraban el show. Me mirabas con deseos, me admirabas, sentíamos el amor en el aire que se fundían con los acordes menores de un triste blues aunque la mañana entrando por la ventana de mi habitación iluminaba la realidad de tu ausencia y las ganas de encontrarte en el barrio era el plan a mi regreso del colegio. Caminaba con la mochila colgada en mi espalda, y me detenía en la puerta de tu edificio simulando atarme los cordones de los zapatos gastados por el tiempo, con la esperanza de verte aunque sea unos segundos, y seguir fundiendo tu rostro en mi memoria.
No va que me siento en la vereda del café y te veo pasar. No va que tu imagen ya era una obra de arte de mi imaginación y tu rostro dibujado en la memoria del pasado se hizo presente esa tarde. Como la tarde que me miraste jugar a la pelota en la plaza de barrancas, con los ojos clavados en mi nuca y mi talento con el juego truncado por tu belleza. Es que jugaba mejor de lo que vos viste, pero como explicarlo, como decirte que tuve una mala tarde, que ni un gol pude hacer y mi compañero se llevó los laureles justo cuando tu presencia aclamaba un héroe. La vuelta a casa fue una postal tuya caminando delante de mí conversando con mi amigo, y mi temor de que tus pensamientos se pierdan en él, me dejaron esa tarde, solitario y temeroso. Tus ojos lo señalaban como el elegido, recortando las horas con pláticas y una botella de gaseosa que compartíamos entre todos sentados en el pórtico de tu casa, por la que cada mañana pasaba camino al colegio investigando tus horarios. No sabía tu número de departamento, ni como era tu habitación, pero la pintaba dentro mío, donde tus ojos me pertenecían, tu manos acariciaban la mía delante de las miradas celosas de mis amigos. Pasaban las horas y buscaba tu atención, un rol en la barra del barrio que me haga participe de tu interés. Busqué ser el serio pero nada serio había que decir en mi temprana edad, busqué ser el intelectual pero ni los libros de la escuela habían llamado mi atención, busqué ser el audaz pero tu mirada me ataba de pies y manos, busqué y busqué algo diferente a mi amigo, ya que la mejor parte, el mejor de los roles se lo habías dado a él. Pero esa misma tarde un comentario mío, que no recuerdo cual fue, descargó en tu boca una carcajada que hasta hoy recuerdo. Fue el momento que me vestí de payaso y el director del teatro me otorgó el rol de cómico. Fue ahí que comprendí que tu risa era el regalo que cada tarde me dabas, solo a mí. Hasta sentía a mi amigo celoso de mis ocurrencias, mientras me adjudicabas una nómina en tus pensamientos. Tus labios dibujados con la sonrisa eran míos, y nadie más que yo los arrancaba entre las baldosas sucias de la calle, los juegos de pelota y la gaseosa compartida entre varios que tomábamos esas tardes de calor.
No va que sonreí cuando te ví corriendo entre la gente. No va que esa chica apurada fue parte de mi historia y mis encantos cómicos en plena adolescencia, búsqueda crucial de la personalidad. No va que hasta hice un chiste que conté al aire mirando como gambeteabas a los turistas adornados en la peatonal y la risa endulzó el café.
Puede también que mi escudo cómico no dejó escapar mis sentimientos. Escondí cada poema de amor pronunciado entre los edificios del barrio y que te pertenecían. Me refugiaba en la risa de tu boca, en los días que me llamabas cuando estabas triste por que mi amigo no te deseaba como el primer día. Ese día convertido en noche que te prometió la luna en un baile lento, abrazados en el living transformado en pista de baile, y que yo observaba con el alma en el suelo, pisoteado como los chisitos y las papas fritas esparcidos en el parquet. Tus labios buscaron los de él justo cuando un solo de guitarra lloraba desde el parlante del equipo de música y los ritmos de la batería golpeaban mis esperanzas y mis sueños. Dejaste caer el vaso de las manos y te desvaneciste entre sus brazos, mientras yo miraba la escena sin reír, sin hablar. Le regalaste la sonrisa que me pertenecía, esa que me habías prestado en las noches con el walkman clavado en la cien cuando eras mía, y tus ojos me pertenecían aunque sea en la imaginación adolescente de que era todo para vos. Me senté en el sillón y los miré hasta que la luz se encendió, la música se apagó y un saludo de madrugada nos lanzó a la calle, retornando a casa con paso lento, mientras caminabas abrazada a mi nefasta ilusión.
Los días siguientes nada gracioso salía de mi ingenio. Nada con que verte reír. Las tardes sentados en la vereda se convirtieron en tortura, mi cara amargada justificada con problemas inventados escondían tu labios de media noche. Las fiestas y los asaltos se fueron vistiendo de terror y martirio. Busqué otras bocas, otros ojos, otra mirada que me buscaban al día siguiente por teléfono y que me hacía negar por mi madre. Me habías arrancado la energía joven de pasear por el barrio, visitar amigos y jugar a la pelota. Falté al colegio engripando el ingenio, simulando un resfrío de mañana. Recordé mi angustia esa tarde en el Café, cuando te ví pasar tan cerca de mí, pero tan lejana en el tiempo. Ordené otro cortado en jarrito y por más que la hora de volver al trabajo me presionaba, me tomé un espacio para traer el pasado a la mesa del Café de la peatonal.
En cada calle estaba tu nombre, en cada esquina tu figura adolescente caminando la vereda de la infancia. Las charlas nocturnas estirando la paciencia de nuestros padres a la hora de la cena presumían una filosofía callejera que nadie tomó. Esquivábamos la mediocridad prometiendo grandes proezas futuras que nadie cumplió. Liberábamos la mente tropezando con los muros que la vida fue poniendo y que nadie nos avisó. Crecí con el sabor imaginado de tus labios, tu mirada tierna y la disputa de tu encanto que me tomó de sorpresa y con la guardia baja. Caminábamos juntos riéndonos de tonterías que nadie recuerda, pero que me agradaba ser el artífice de tu felicidad dibujada en tu rostro.
Miré entre los turistas de la peatonal buscando tu figura, buscando esa mirada que me hacía temblar en mi juventud. Me encontré intentando una vez más encontrar tus ojos entre la multitud, con el corazón latiendo en el pasado. Sentí la frustración adolescente de no verte nunca más por el barrio, de no saber nada más de vos, de no encontrarte por ninguna parte. Revolví el café pensando en las noches que fuiste mía, sin que tu realidad lo sepa. Me acostumbré a verte reír, a regalarme cada tarde una sonrisa, con los ojos azules clavados en mi avergonzado rostro, con la esperanza truncada de besarte con la melodía tajante de una guitarra lejana. Y fue ahí que me paré, y salí a buscarte una vez más, dejando de lado mis obligaciones de adulto por un rato, para reencontrarme con la infancia de mi barrio, de aquellas tarde de calor, sentados en la vereda sin nada que hacer más que hacerte reír, de los juegos de pelota y los goles convertidos en tu memoria, de las conversaciones hasta tarde en el pórtico de tu edificio, de la esperanza de un futuro idealizado en mis pensamientos adolescentes, con la remera agujereada y los zapatos sucios y descocidos.

No va que me siento en el Café de la peatonal y te veo pasar. No va que tu paso apurado entre los turistas me devolvió la sonrisa que te regalaba todos los días en el barrio como esos viejos casetes que te prestaba para grabar. No es que me haya acostumbrado a tu mirada, es que dentro de tus ojos está el reflejo de mi adolescencia perdida en el encanto de tu inocencia y que cada noche antes de dormir, te canto una canción desde lo alto del escenario, iluminado con luces de colores, como un héroe, sentado en la vereda de la infancia.


1 comentario:

  1. wuawwwww que buen texto !! como estas poletiii? seguis en el circulo?? un beso a todos!

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