El tiempo en el aire

-¿Qué hacemos?
-Nada.
-Bueno, el día no está para tirar manteca al techo, pero algo podemos hacer.
-Nada.
-Nada es nada.
-No me digas…
-¿Qué se te ocurre?
-Mmm… nada.
-Gracias por tu colaboración.
-De nada.

La tarde convivió con la lluvia de verano. Martín y yo nos refugiamos bajo el estandarte de la vagancia entre medialunas y café, tirados en los largos sillones del living de su casa. Claro que nada había para hacer, y se lo ratificaba a cada momento, simplemente para que no se esfuerce en pensar cosas que no valían la pena, como caminar bajo la lluvia hasta la casa del Gordo, o ir a un café de última. Eso si, charlar daba ganas de comer y fumar.
-Pasame los cigarrillos- pedí a Martín
-Nada se está convirtiendo en humo de tabaco.
-Fumo sin hacer nada.
-Que divertido…
-¿Cómo salió River?
-No se. No juegan a nada…
-¿Qué es la nada?
-No empecés…-advirtió Martín apoyando un pie en el suelo para reincorporarse.- La otra tarde me volvieron loco con la filosofía del avión de madera balsa.
-La empezó el Gordo…
-Lo mismo da quien lo empiece.
-Es una cuestión de saber que hacer para un vuelo prolongado.

Recapitulando: La otra tarde el gordo se sentó en el mismo sillón donde estaba yo y empezó a delirar, según Martín, que la competencia de aeromodelismo de la primaria era una metáfora de la vida. ¿Cómo es eso? Claro, lo que pasa es que a nosotros no nos fue bien. La competencia era simple: cada uno tenía que armar un avión (que se compraba en las librerías de barrio) y lanzarlo al espacio del campo de deportes del colegio. El que mayor tiempo aguantaba en el aire, ganaba. Entonces, qué pasó. El avión del gordo, duró lo que un pedo en una canasta. El mío despegó, cayó y se rompió. El de Martín, no conoció el cielo, creo. Ahora, bien. ¿Quién ganó? Rino. El traga del curso. Y es ahí que el “Gordo filósofo”, comenzó su metafísica comparativa. El avión necesita un tiempo de elaboración, ser prolijo, tener paciencia en el armado, cosa que ninguno de nosotros tenía. Lo mismo que en el estudio, y así proyectado a la vida misma. No es lo mismo vivir que planear esa vida, sólo para no errarle en el futuro, o por lo menos tener menos equivocaciones. Hoy Rino es arquitecto. Martín, el Gordo y yo, vivimos como podemos.

-Claro, no pensás porque no te conviene.
-Claro.-asintió Martín despreocupado. En realidad se tomaba todo con una calma sorprendente. Algo que admiraba en su ser. No tenía problemas con los nervios, por lo menos eso pensaba yo, que con las piernas apoyadas en el sillón lo observaba caminar lentamente hasta la cocina. Lo único que le fastidiaba era la filosofía barata, ese pensamiento profundo de domingo lluvioso, y que yo, estaba dispuesto a sacarlo esa misma tarde.
-¿Si llamamos al Gordo?-pregunté en voz alta.
-No- respondió desde la cocina.- ni se te ocurra. Anda queriendo escribir un libro sobre la filosofía aérea.
Claro que mi carcajada no sólo retumbó en las paredes del living sino que contagió a Martín que volvía con más medialunas. La tarde se oscurecía como si la noche quisiera entrar en escena. No eran ni las cuatro de la tarde, parecía que el mundo se venía abajo poniendo a nosotros de testigos tras los ventanales del primer piso.
-Comé- propuso Martín- así no te llenas la boca de boludeces.
-Es que la lluvia te hace pensar…
-En que no tenemos paraguas…- interrumpió con la boca llena.
-No… en cosas.
-Sí… mirá vos…
-Claro… es un primer disparador para un pensamiento profundo.
-Profundo te voy a dejar el culo si seguís con esas boludeces- advirtió apuntando con un pedazo de medialuna como un dedo acusador.
-No… en serio. ¿En qué pensás las noches de insomnio?
-Ahí vamos otra vez… -dijo tirando el cuerpo contra el respaldo del sillón.
-En un libro que leíste…
-No leo…
-…y te dejó pensando…
-No pienso…
-En qué estará haciendo Fulano o Mengano…
-No los conozco.
-En los tiempos pasados. La escuela, los amigos, las tardes de verano tirados en la calle como mendigos dejando que la vida pase entre los transeúntes. Es todo muy normal pensar en algo y luego llevarlo los extremos. Y de ahí, arrancás.
-A ha.- pronunció tragando.
-Mirá si la vida sería esto, estar pensando en cosas todo el tiempo, sin hacer nada, sólo pensar.
-Me aburro, fiera.
-No creés que si el hombre tendría más tiempo para pensar, pero pensar en serio, sería un mundo más tranquilo, más pacífico, más intelectual.
-Vamos a caminar antes que te cague a trompadas.
-Caminar bajo la lluvia nos va hacer sentir la naturaleza en la piel.
-Me estás jodiendo, ¿no?
-No, es una forma de conocer el mundo.
-Comé, en serio, comé, estás falto de nutrientes y el oxigeno no te llega al bocho.
-No, cuando estoy así me alimento con la palabra… con la búsqueda de la realidad presente.
-¿Por eso estás tan flaco?- preguntó Martín irónicamente mientras tomaba otra media luna.
-No, no estoy flaco, mirá.-dije sacando panza con la risa contenida.
-A la mierda.- comentó burlonamente.- El Gordo está celoso. Vamos a caminar ya.
-¿Para qué?
-En la calle te escucho menos…

Salimos a caminar por el barrio de Belgrano, con sus altas torres y nuevas edificaciones que contrastaban con el recuerdo de mi infancia. No había nadie en la calle. Nadie. Alguno que otro que corría por la vereda como si la lluvia fuera ácido y no agua. Martín y yo caminamos lento, mojando las esperanzas de encontrar algo que hacer, además de la ropa y las zapatillas. Encontramos un kiosco y luego de comprar un paquete de cigarrillos y caramelos mentolados, seguimos curso hacia la nada. Es que nada había que hacer, sólo caminar con la lluvia como única compañera.
-¿Qué es de la vida de Diego?-preguntó Martín.
-No se, che.- respondí. Aunque un poco mentí, pero no tenía ganas de contar lo poco que sabía. Hay veces que no surgen ganas de comentar cosas, y no es que le haya mentido, es que escondí la escasa información. Martín había planeado bien su estrategia, las ganas de hablar se disiparon en el aire como el humo del cigarrillo que se mezclaba con la lluvia. Caminamos sin rumbo por más de media hora, o más, si la memoria no me falla o la fantasía detrás del teclado no me traiciona. En realidad no me acuerdo si fue antes o después de hundir los pies en un lago estancado en la avenida Cabildo que nos metimos en un Café a tomar un cortado en jarrito de mi parte y una gaseosa efervescente que Martín tragó de un sorbo.

-¿Cómo fue lo de Luciano?-preguntó mirando a la calle.
-Cáncer.
-Que cosa, che. Tan joven.
-33 años.
Nos quedamos unos minutos en silencio, inundados por la melancolía fluyendo por la venas como el agua que corría a lo largo del cordón, recordando su expresión, su risa burlona, su corta vida, sus peleas con los hermanos, la mística que rodea a alguien que ya no está, que no ocupa tiempo ni espacio, y hace que viva hasta que el último deje de pensarlo. Imaginamos como era vivir lo que no queríamos ni nombrar. Como el tiempo, ese maldito tiempo, se puso en contra una tarde de trágico diagnóstico. Pensé en qué cosas no había hecho, en lugares que no había conocido, en besos y caricias que negué, en la vida cotidiana, en levantarme temprano, escribir un libro, abrazar a mis hijos, hacer el amor con mi mujer. Volvían una y otra vez los recuerdos de mis infantes vacaciones, parado sobre la arena mirando el futuro como una utopía, con mis miedos, mis errores, mis aciertos. Repasé cada uno de los instantes en la escuela, en las historias que hicieron de mí un hombre íntegro y confuso. Relegué a la lluvia una mirada triste de un amigo ausente por causas que el destino nunca explica, ni quiere explicar. Es que no es que haya mentido, es que lo escondió, aunque alguien haya preguntado en voz baja, en esas plegarias nocturnas de insomnio.
-Eso si es jodido. Se te viene el final.- reflexionó Martín echando el cuerpo hacia delante.
-En esos momentos ves la vida con otros ojos. Las nimiedades empiezan a pasar a primer plano. Te alimentan los detalles de lo cotidiano.
-Sí, seguro.
-Una muerte es trágica, pero verla acercarse…- me quedé sin palabras.
-El problema es lo que quedan…
-El vacío… y lo que se va con vos. Un pedazo de nosotros se fue con él, como un regalo de despedida. Son esas situaciones en las que pensás, pones toda tu energía en pensar. A eso me refería que si el hombre pensara más sería un mundo, un poco aunque sea, más armónico y disfrutaría de su tiempo con más ímpetu. Pensar que todos vamos a llegar al mismo destino en corto o largo plazo. Es lo trágico de la vida, pero no saberlo es un escudo que no protege. Como el tema del avión del gordo, sólo esperás que su vuelo sea el más largo posible, pero sabiendo que la gravedad lucha constantemente con su forma aerodinámica y, que al final, gana, dejando al avión en contacto con la tierra.
-No hay forma de sacarnos ese tema, digo, el del avión.- dijo Martín para sacarse el tema escabroso de encima.
-No seas tan evasivo. Cuál es el problema.
-Te voy a decir la verdad. Yo salí tercero en la competición.-reveló Martín tirando el cuerpo hacia atrás.
-No…-suspiré.
-Sí, en serio. Tengo la copa en casa. Mi vieja la guardó. No me dediqué a la construcción del avión como Rino. Pero me parece que en la filosofía del Gordo le faltó algo crucial: la suerte.
-La suerte...- repetí.
-Mirá si Rino, con todo el trabajo, la dedicación, o el simple talento que preparó el avión días atrás, mientras nosotros jugábamos a la pelota o escuchábamos música, sin prestarle una pizca de atención al armado, en su vuelo se topaba con un árbol o el mismo viento que lo eleva se lo tira a la mierda. ¿No creés que la suerte, la fortuna de ese día fue un gran resultante?
-Sí, pero con la suerte sola no podes contar. Rino dedicó tiempo para que la suerte juegue más a su favor. Ahora si viene alguien y de la nada saca un mejor tiempo, eso es culo, de acá a la china.
-Tuve culo, entonces.
Me quedé pensativo, tomé el último sorbo de café y dije en vos baja:
-Tenemos culo.
-Si el tuyo ni voló.
-Estamos vivos, Martín. Simplemente vivos.

La vuelta a casa nos mantuvo en silencio, dejando la lluvia caer en la cara, mojando las zapatillas, los pantalones, el alma. Casi sin pronunciar una palabra nos saludamos en la puerta del edificio de Martín. Caminé al auto sin pensar que la lluvia, el frío en mi cuerpo, las manos mojadas, me hacían sentir vivo, como esas nimiedades que no prestamos atención en lo cotidiano, en lo que diariamente hacemos. Me subí al auto y contemple las gotas que se deslizaban por el parabrisas, fiel reflejo de mis lágrimas, brotando de mis ojos surcando la mejilla hasta encontrar la boca, mirando el vacío lejano de un avión que hace tiempo no vuela más que en mi recuerdo.

Aunque nunca lo conté, esa tarde después del campeonato de aeromodelismo en el colegio, antes de llegar a casa, pasé por la librería y me compré un avión. Fui a casa y lo armé, con tanto esmero que la noche me descubrió sentado en el escritorio de mi habitación, pegando, recortando y pintando la madera balsa. Al otro día temprano, salí a la calle, me paré en la esquina y lancé el avión al aire tan fuerte que el viento lo elevó hasta el piso 12, si mal no recuerdo. El avión sobrevoló las ventanas de los edificios, paseó por lo balcones, ante la mirada atenta y soñadora de un chico parado en la esquina del barrio, sólo. Esquivó los cables, bajó la nariz y la volvió a subir directo al cielo. Surcó el aire cálido de verano en un largo vuelo hasta que  la tierra lo aclamó desesperado y posó su frágil cuerpo en la calle, con tanta mala suerte que no vió el semáforo en verde y un auto lo redujo a basura, arrancado toda esperanza de un nuevo vuelo. Esa tarde no pensé en su trágico final, sólo recuerdo que el vuelo fue tan asombroso, que mis ojos quedaron anclados en el aire, disfrutando del magnífico planeo de un avión hecho por mí, y nadie más. Y mucho menos pensé en si fue largo o corto el tiempo suspendido en el aire, sino en lo maravilloso de su recorrido, en la calidad del vuelo, mientras duró… lo que duró…

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