Camarote nº 12


Si el tren a Innsbruck salía a horario Antión podía estar antes del atardecer. Eso sería bueno para encontrar un hotel y poder comer algo antes de caminar por la ciudad. Antión se había acurrucado por el frío en un banco del andén esperando que las vías llenaran sus durmientes con los pesados vagones, tomó un cigarrillo de la mochila y lo encendió mirando los pasajeros correr por la estación. No estaba mal para ser un lunes a la mañana, la gente se aglomeraba en la puerta del tren, la impaciencia corrompía algunas almas bajo la fría mañana en la estación de la gran ciudad suiza.


A las 9:03 el tren detuvo su esplendor delante de sus ojos. Las compuertas se abrieron de par en par un la multitud arrancó el día triturando el piso con los pasos apresurados que la estación de tren escupió a la calle. Subió al vagón y se refugió en el camarote número 12. Colgó la mochila en los estantes y descansó el cuerpo pesado a la ventanilla, placer de los dioses, por el sólo hecho de ver, como en una película, el magnífico paisaje montañoso a través de un vidrio. Nada le atraía más la atención y el interés que la proyección que el mundo entregaba a sus ojos cruzando los Alpes suizos.
-Guten Morguen- saludó un hombre al entrar al camarote.
Antión respondió el saludo con un simple movimiento de cabeza. El hombre se sentó enfrente de él y apoyó su maletín en sus piernas. Las miradas se cruzaban en el aire, investigándose mutuamente, como si algo de ellos se reflejara en el otro. Se acomodaron en las butacas esperando que el tren de comience su viaje. Antión esperaba que nadie más entrara en el cubículo y estiró su pierna a lo largo del asiento diseñado para dos personas. El hombre reubicó su maletín en su propia butaca afirmando el deseo de Antión de viajar más cómodos en una conversación carente de palabras pero de puras actuaciones.

El tren dio sus primeros pasos tímido y lento. El andén iba quedando atrás y se empezaba a divisar la ciudad desde la ventanilla. Poco a poco el movimiento empezó a tomar confianza y velocidad. El paisaje se descubría al principio con cemento y tejas coloniales, casas bajas de esplendor inocuo como el reverso de la cosa. Nada que mostrar salvo algunos vivientes correteando por la calle vociferando palabras ininteligibles desde su lugar, en puro movimiento. Antión apoyó la cabeza en el marco y se dejó vencer por el esplendor de la mañana sentada en la metrópolis. El sol acompañaba la salida del tren, iluminando los techos de las viviendas, formando sombras en la calle, despejando el frío del pavimento y secando la humedad de las veredas barnizadas por el hielo. El hombre miró su reloj controlando seguramente el tiempo que tardaría en llegar a Innsbruck. Parecía que no era su primer viaje, pensó Antión mientras lo observaba cerrar los ojos y suspirar al aire. Antión se imaginó que su trabajo consistía en ir a la ciudad austríaca por alguna reunión, podría ganarse la vida en el departamento de ventas de una empresa. No poseía más bultos que un maletín, eso le daba la pauta de que su ida a la ciudad no duraría más que alguna merienda y una cena de negocios para retornar al día siguiente. Las distancias en Europa se acortaban cada vez más para Antión, acostumbrado a los largos trayectos del continente americano. O también podría trabajar como periodista para una revista o un diario, y su marcha consistiría en una entrevista, una investigación, o un simple viajero, escritor de novelas buscando su inspiración a través del viejo continente. El hombre había caído en profundo sueño. Antión no se animó a despertarlo para saciar su duda, y además le parecía divertido jugar con la imaginación, construir la vida del hombre en su fantasía, dibujando escenarios, pintando situaciones y coloreando lo que podría ser su propia existencia.
La ciudad quedó fuera de cuadro de la ventanilla. El campo y las casas con restos de nieve ocuparon el primer plano de la película que Antión miraba enredando el esplendoroso paisaje con la supuesta realidad del hombre, sentado en la butaca de enfrente, durmiendo por el cansancio de la jornada laboral, o al menos eso pensaba Antión que mantenía una lucha constante con sus ojos, a punto de sufrir la misma suerte de su fiel acompañante de viaje. Se acomodó en el asiento tratando de disipar el sueño. Movió la pierna lentamente para no chocar con la del hombre y sacó un libro del saco que apoyó en su butaca. Intercalaba la mirada con el paisaje y el hombre, miraba a los pasajeros caminar por el pasillo, buscando un lugar donde fumar o conversando un rato en variados idiomas. Una mujer abrió la puerta del cubículo y mirando los lugares vacíos que Antión y el hombre ocupaban con sus pertenencias gritó a su compañera que había encontrado tres lugares más. Antión la miró con furia, no quería que lo incomodaran en su viaje, y además había lugar para dos personas, pensó, si venían tres, la catástrofe se avecinaba subida a lo rieles que conducían a Innsbruck.
Pasaron lo minutos cruciales, la mujer no apareció. La comodidad se perpetuaba en el camarote número 12, con el hombre dormido y Antión clavando la vista en el inmenso horizonte que a esa altura, las primeras montañas con picos nevados hacían su presentación por la pantalla de vidrio como una perfecta postal en vivo.
El sol se había tapado con las nubes grises que se perdían detrás de los montes. Los campos, las casas, un viejo remolque, un vaqueano solitario y la siembra de temporada pasaban delante de los ojos de Antión que impregnaba en su memoria, como un regalo personal e íntimo que a nadie podría mostrar pero viviría con ello para toda la vida. El hombre movió su cabeza a un lado, abrió los ojos por un instante y los volvió a cerrar. Antión descubrió una mirada triste, cansada. Podría estar yendo a visitar a un pariente, o a un funeral, pensó. El hombre seguramente estaba de luto, aunque su ropa no lo describía en es estado. Pero no conocía las costumbres de su pueblo, ni tampoco a su pueblo, y mucho menos de donde venía. Podría ser de una ciudad lejana, y que el luto era un pollover colorado una bufanda marrón y beige, pantalón marrón claro y una campera del mismo color. Antión rió en silencio por su ocurrencia, pero sobre todo, por estar imaginando al hombre en diferentes circunstancias. Se puso de pie y caminó hasta la compuerta que separaba el camarote del pasillo. Lo atravesó empujando la puerta y se prendió un cigarrillo soplando el humo por la ventana que otro pasajero había dejado abierta. Conversaciones casuales, risas, carcajadas y lamentos se escuchaban desde el pasillo que distribuía los distintos cubículos del vagón. Antión paseó observando cada camarote. En el número 13, estaba una señora muy mayor acompañada por una mujer que leía un libro y que levantó la mirada cuando Antión la miró. El camarote 14 contenía a cuatro jóvenes mochileros platicando a los gritos en ingles americano y fumando hierba sin preocupación. Los muchachos lo miraron sin prestarle mucha atención. Antión se detuvo un segundo para darle la última pitada al cigarrillo y tiró la colilla por la ventana. Siguió por el pasillo hasta el camarote 15, donde vio a un joven sentado delante de un viejo conversando en francés, como amigos o familiares. Observó sin interés al joven y volvió sobre sus pasos hasta su butaca. El hombre había desaparecido y Antión se quedó inmóvil en la puerta. Respiró profundo miró a los costados e ingresó al camarote buscando una pista de su viejo compañero. Por un momento pensó que se había equivocado de cubículo y giró su cabeza buscando el número impreso en la puerta. Era el 12. Salió al pasillo y se quedó con la vista anclada en el fondo del vagón. En un instante una mano se posó en su hombro y de un salto descubrió al hombre que ingresaba al camarote 12, portando su apegado maletín. Antión disimuló su sobresalto y se paró en la puerta simulando buscar algo que no existía. Lo miró como se ubicaba en la butaca, ponía el maletín sobre sus rodillas y giraba la cabeza hacia la ventana. Entró al camarote y se sentó frente al extraño hombre  que le sonreía como sabiendo de su pequeño susto.
Las montañas por la ventana se acercaban con rapidez. El paisaje se contorneaba con líneas curvas en el horizonte y lejanas casas de madera. El tren galopaba en un constante movimiento trepando por las laderas, bajando a los valles e introduciendo su majestuoso cuerpo dentro de la montaña que, cuando esto ocurría, el vagón quedaba en la oscuridad total por pocos segundos. Por más fuerza que Antión hacía, ningún haz de luz ponía claridad en el cubículo. A la salida de la montaña la luz aparecía tan hábil como había desaparecido y quemaba los ojos en los primeros segundos. El hombre yacía quieto con los ojos abiertos y sonreía por el apagón repentino buscando una respuesta de Antión que devolvió casi por compromiso que por gusto. Otro túnel. El segundo apagón fue más largo. Antión imaginaba que el mundo se reducía a la nada, sabiendo que un desconocido estaba en frente, y que el movimiento de la butaca era lo único que lo hacía consiente que estaba en un tren. Deslizó su mano por la pana del asiento y rozó con la punta de los dedos el libro que había dejado. Se tranquilizó por haberlo encontrado. Todo estaba bajo control, pensó. La luz apareció repentinamente y el hombre sonrió con la vista anclada en Antión, pero éste no quiso responder y esquivó la mirada. Se dejó llevar por el esplendoroso paisaje mientras apretaba el libro contra el pecho. Las montañas habían quedado atrás. Un inmenso llano los esperaba que el tren atravesó furioso sobre sus rieles cortando el valle por la mitad.

Los pasajeros comenzaron a caminar por el pasillo un poco por aburrimiento y otro para fumar fuera de los cerrados camarotes. La señora del 13 daba pequeños pasos de un lado al otro fumando unos cigarrillos blancos y largos. Uno de los muchachos del 14 caso la atropelló en su torpe movimiento y pidió disculpas. La mujer lo miró desinteresadamente y siguió caminando pitando el cigarrillo mientras estudiaba la punta de sus zapatos gastado por el tiempo. Antión se quedó mirándola un buen rato hasta que ella lo descubrió y el joven del 14 volvió a pasar empujando a la señora violentamente y pidió disculpas un poco más efusivo que la vez anterior. La señora se quejó en un inglés contaminado de francés y luego de mirar a Antión se introdujo al camarote.
El tren bamboleaba los vagones con fuerza. El ruido del viento se mezclaba con el motor y el constante y rítmico golpeteo de las ruedas deslizándose por las vías. Las horas pasaban dejando atrás el valle, acercando las montañas hasta el coche. El túnel abrió su boca y tragó al tren que se enterraba impetuosamente, dejando nuevamente a oscuras el vagón y el camarote número 12. Antión miró un segundo antes al hombre que le devolvió una sonrisa y quedó dibujada en la oscuridad, desfigurada y tenebrosa. Antión esforzó la vista en vano. La oscuridad era espesa. Intentó correr su cuerpo al otro lado de la butaca y chocó las rodillas con las del hombre. No era irreal. El hombre todavía existía. Pidió disculpas en inglés pero éste no contestó. Parecía que se había esfumado, que la realidad presentada ente sus ojos, el tren, el camarote, el paisaje, la ventanilla y el hombre vivían en la mente de Antión como una realidad construida dentro de su imagincaión. La luz se hacía esperar. Estaremos viajando al centro de la tierra, se preguntó. Movió la pierna repentinamente buscando la rodilla del hombre pero no pudo encontrarla. Se desesperó en su fantasía irreal, donde nada era la realidad y la mente jugaba un papel principal. Volvió a mover la pierna esta vez con más fuerza y chocó violentamente con la rodilla del hombre al mismo tiempo que la luz regresaba al vagón y el hombre abría la boca dejando escapar un fuerte alarido de dolor.

Luego de una avergonzada disculpa al hombre, Antión abrió el libro y se metió de lleno en su lectura. El hombre parecía no importarle nada más que la pronta llegada a Innsbruck. Acomodó el maletín nuevamente en sus rodillas y posó las manos encima. Quedó inmóvil, como un fotografía, con la mirada perdida en el paisaje, mirando la lejanas montañas con lo picos nevados y las casas esparcidas por su base. A Antión le llamaba la atención el misterioso hombre. Estaba seguro que algún sufrimiento lo inundaba en su interior pero no se animaba a establecer una conversación. Buscó sus ojos con la mirada. El hombre no respondió. Podría estar sufriendo alguna enfermedad mortal, e iría camino a algún especialista, pensó Antión mientras leía sin atención el libro. Decidió dejarlo a un costado y volver la atención a la majestuosa película a través de la ventanilla. La mujer del camarote 13 se detuvo nuevamente en el pasillo y encendió un cigarrillo. Antión giró la cabeza y sus miradas se encontraron en el aire. La mujer renunció al encuentro visual y posó la vista las montañas que una vez más se acercaban con fastidiosa impunidad. Se apresuró a fumar sus últimos bocados y se lanzó al camarote. La oscuridad no se hizo esperar. El tren se dejó devorar por las altas cumbres. Antión miró al hombre antes del apagón y éste sonrió como si supiera que lo aterraría. La espesa capa oscura cubrió el camarote 12. Antión se sintió desprotegido. Confundía la realidad delante de sus ojos con el falso escenario que se le presentaba en cada túnel. El golpeteo del tren ensordecía cada vez más. La butaca galopeaba en ritmo continuo. Antión deslizó la mano buscando el libro, pero esta vez no lo encontró. Tanteó con los pies el piso. Estiró lo más que pudo su pierna sin localizarlo. Se desesperó y se agachó delante de la butaca, apoyó una mano en el asiento de enfrente y se dio cuenta que el hombre no estaba. Se sobresaltó y un escalofrío le recorrió la espalda. Volvió probar con las manos pero no llegaba a tocarlo. Se esforzó un poco más y sintió la pana de la butaca vacía, palpando con sus dedos el largo del asiento. La oscuridad arrebataba su realidad de la mente. El miedo se apoderó de su cuerpo y se tiró de un salto en la esquina del camarote. Quedó petrificado por el terror. Era imposible que no lo haya podido tocar. ¡El hombre no estaba! El tren avanzaba a través del macizo rocoso con gran velocidad. El viento pegaba contra la ventanilla golpeaba con el marco en un fuerte golpeteo rápido y aterrador. Antión se acurrucó y metió la cabeza entre las piernas. La montaña era inmensa, la oscuridad no desaparecía, el ruido aumentaba su caudal. Pensó en que todo eso era un sueño, que la imaginación le había jugado una mala pasada y el hombre estaba ahí, donde la claridad lo había dejado. La realidad iluminada no concordaba con la oscuridad, con el registro simbólico y la frustrante seguridad de que estaba sentado delante de él. Seguramente había tocado el lado equivocado del asiento, pensó. Se calmó por un momento y levantó la cabeza buscando algo de luz. La oscuridad no parecía querer irse, y en un lento movimiento acomodó su cuerpo para levantarse cuando repentinamente una mano se apoyó en su hombro y dejó escapar un grito espeluznante que inundó el vagón en el mismo instante que la luz volvió y la cara del hombre, sonriendo delante suyo, ancló la mirada en sus temblorosos ojos llenos de miedo, el cuerpo pegado contra la pared y el corazón latiendo al mismo ritmo que el golpeteo incesante de las ruedas del tren deslizándose por las vías.

El tren arribó a Innsbruck a media tarde. Antión tomó su mochila y se lanzo a la calle. La mujer del camarote 13 lo siguió acompañado de la señora mayor. Se acercó al muchacho y buscando un cigarrillo en su cartera le preguntó en un inglés afrancesado:

-¿Qué pasó en tu camarote, hijo, que gritaste?
-Nada señora- respondió suspirando- el hombre que estaba sentado enfrente mío me dio un buen susto.
-¿Qué hombre?- preguntó impaciente
-El que estaba sentado justo delante mío, con el portafolio en la falda.- explicó Antión con la voz temblorosa.
-No había nadie, hijo. Yo ando mal de salud, pero no de la vista. Estuviste sólo todo el viaje.
-No puede ser… yo lo vi… era real, estaba ahí.- dijo Antión con la mirada anclada en el tren que lentamente avanzaba  por la estación, dejando atrás la ciudad para adentrarse en el maravilloso paisaje de las montañas con picos nevados que en cada viaje regalaba a través de las iluminadas ventanillas.

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