Sábado por mes

Y otro sábado nos encuentra sentado en ronda en el viejo garaje del abuelo de Martín. Otra noche que nos espía a través de la ventana redonda ubicada en el extremo superior de la pared y que en su parte inferior dibuja unas manchas de óxido de alguna lluvia pasada. Una vez más cada uno de nosotros se ocupa de preparar los instrumentos entre charlas y risas, abrazos y cargadas, entre recuerdos del pasado y anécdotas insólitas, miradas de regocijo y cervezas frías. Es que había llegado ese ansiado día, como cada sábado por mes, en el que cuatro viejos amigos se juntan a tocar. Ahí, en ese decadente cuarto que alguna vez sirvió para resguardar algún automóvil y luego convertido en una casero taller, con terminaciones defectuosas y carente de mantenimiento. Preparados una vez más para la larga noche.



Blues, jazz, rock, funk; ¿que tocamos para empezar la tan ansiada noche de Jam? No se, pero “el Gordo” comienza poniendo ritmo a su descolorida batería y el entusiasmo en cada gesto nuestro hace escupir las notas. La música ha empezado. El viejo garaje parece florecer de nuevo y los antiguos pósters pegados en las paredes bailan descontrolados. El cielo de raso resquebrajado y húmedo se agarra fuertemente de los pilares un poco torcidos de los muros. El sucio piso con viejas machas de aceite repite el golpeteo del bombo. El bajo abriga con su armonía mientras la guitarra conversa con la trompeta. Los acordes colorean las melodías mientras estas juegan una carrera hacia la aventura. Los platillos marcan los compases y el bombo late al ritmo de una noche clara estrellada.



Con los ojos cerrados escuchando la música, busco un hueco en la canción para soplar la trompeta. Mirando cada nota en mi mente dibujo las escalas más coherentes para su interpretación. Escucho atentamente la melodía tajante y salvaje de las seis cuerdas de la resplandeciente Fender de Martín. Me hago lugar en la canción y encuentro un compás para dejarme llevar por la música y descansar en el cómodo colchón que el bajo me proporciona. Soplo con fuerza. Empiezo con tonos altos y voy bajando regularmente sorteando el redoblante del gordo. Me tiro con ímpetu de nuevo al vacío y alcanzo los sonidos agudos de la escala. Bajo de nuevo y resuelvo la escala abriendo un lugar para que otro dibuje con su instrumento. Abro los ojos y encuentro una mirada alentadora de Lucas. Me siento y escucho como sigue la sesión.



La música no para. La satisfacción de tocar para nosotros mismos es inigualable. Sin público ni managers, sin contrato ni giras. Solo para compensar el alma. Como habría sentido B.B.King con sus primeros blues; como Guillespie en sus comienzos ensayando cuanta melodía soplaba con su trompeta; como los Rolling Stones en su primer concierto o Phil Collins cuando tomo el timón de Génesis allá por los años setenta. Esa descarga que el músico le otorga al instrumento. Ese sentir de cada paso y cada progresión de acordes resonando en los huesos y en cada molécula que nos recorre el cuerpo. Ese mirar con los ojos cerrados poniendo pasión en cada nota.



Otra vez mi solo. Intento copiar a los grandes trompetistas. Y siento ese fluir en las escalas de un Sandoval en su amada Cuba. De un exiliado buscando un lugar para interpretar lo que realmente siente y no lo que le imponen. Y cierro la embocadura de mis labios en la boquilla y meto presión en los tubos de la trompeta mientras apreto los pistones con fuerza, con pasión. Con la misma fogosidad de un Piazzolla en su moderno 3 por 4, de un Hendrix quemando su guitarra o de un Rotten tirándose del escenario al público. Nos miramos para concluir el tema con potencia como aquellas sinfonías en su punto máximo, imponiendo respeto al viejo y descuidado garaje.


El silencio inunda la sala. Las miradas se buscan y los oídos zumban. Una risa contagiosa de complacencia recupera el ánimo entre las cuatro paredes ya grises por el paso del tiempo. Las botellas chocan en un brindis de alegría. Vuelven los comentarios, las charlas y las cargadas. Sentados en el descocido sillón de pana que decora el garaje descansamos de una semana laboral y complicada. Los problemas quedan atrapados en la noche clara que el descentrado portón de hierro no deja ingresar. Sábado por mes nos juntamos a tocar. Este día se convierte en nuestro momento. Único. Un ritual impostergable donde se dispersa la mente. Donde los conflictos no entran. Una religión pagana y sana convirtiendo al viejo garaje en su templo. Donde las melodías siguen a las armonías y los ritmos caen en picada rebotando por las paredes del salón. Donde cada uno de nosotros se siente libre. Solo un sábado al mes

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