La final

Y quién hubiera creído haber llegado hasta acá, entre gambetas y patadas, de hombres derechos y con un objetivo en claro, ganar lo que nadie hubiera imaginado, ni en los sueños corrompidos por la mañana cuando mi viejo rompía una vieja heladera de cemento debajo de mi ventana para arrancar a su hijo menor de la cama. Quién hubiera creído que de los juegos de pelota en la calle, los campeonatos de colegio en la iglesia contra los curas que eran más sucios que nosotros, mis eternos viajes a la ciudad de La Plata podrían verme sentado en el vestuario, lejos de mi casa, de mis afectos, asustado por haber ganado tanto, subiendo de a poco los escalones, derribando las barreras que cada vez se hacen más fuertes.
Falta tanto para que empiece, para demostrar porque somos los elegidos. Apoyo mis codos sobre las piernas esperando encontrar un momento de relajo, busco en mi mente un lugar donde descansar un rato, quiero sentirme bien, me agotan los nervios, el viaje, los entrenamientos y el glamour de un equipo que va avanzando sigilosamente, devorando las fieras en la selva. El bullicio y la excitación de mis compañeros me bajan a la realidad, prefiero ahogar la imaginación con un sorbo de agua que tomo nervioso, mientras el público enardecido clama por su gloria. ¿Cómo salir con el temple que me caracteriza? ¿Cómo simular el cagazo?

Lo habría hecho de todas maneras. Pensaba que era un simple juego pero haber encontrado tanto en el camino, supo engrandecer la mística de un muchacho humilde con la energía de un león, dispuesto a contar la historia que hoy escribo. No le tuve miedo a llegar, no me acobardé, peleé por mí y por ellos, descubrí una digna carretera sin temer a ser más y la transite con seguridad. Tuve miedos, pero qué es la valentía sin el miedo, es lo que nos separa de la inconciencia, y quiero estar conciente de mi presente. Me imagino como podría ser el encuentro, nos van a atacar todo el partido, somos los extranjeros, los que se quieren adueñar de algo que ellos creen propio. Hay que aguantar, cuanto la pelota menos pase cerca de mí, mejor, soy el custodio de un pueblo expectante entre los palos. Soy el que guarda las esperanzas que nada suceda en mi puesto, ese puesto que me lo gané por astucia, por encontrar la manera de entrar en un equipo tan hábil y corajudo que ni los músculos mas entrenados puede superar. Voy a salir por todos, por mi madre, por mi padre y mis hermanos, por los amigos del barrio, el viejo club, la vereda, la calle que me vió nacer, por su enfermedad, por la mía. Sentado en el vestuario con la señales en ingles que me recuerdan que estamos solos, que lejos quedó las peleas de barrio, los entrenamientos, el tren, mi primer auto, la mirada estudiosa de mi viejo, su Italia natal, su lento caminar cargando un portafolio llenos de papeles que nunca miré, la comida de mi vieja y ese aroma de fin de semana que inundaba la casa con su maestría, con su ternura, tan chiquita, tan bonita.

Me apoyo sobre la pared sujetando los guantes fuertemente, ajusto mis botines, escucho las conversaciones de los que están como yo, preparados para matar, redoblando las apuestas por el más chico, pero que supo ser grande, por la grandeza de ellos, de mí. Es la última puerta, no se que hay más allá, no quiero ni pensar en la distancia recorrida, ni lo que en cada tramo veo a lo lejos. Un objetivo más, un camino por recorrer, tan grande, tan aterrador pero tan hermoso. No se si lo sueño o estoy acá, recorriendo con mis ojos las paredes que contienen la excitación y la energía, con el corazón a mil, la adrenalina fluyendo por todo mi cuerpo, la respiración profunda, emociones encontradas y otra vez el miedo, que sumerge su nariz en la realidad, en lo que vendrá. Esa espera a lo desconocido por no poder predecir lo que pasará, arriba, en el campo verde, limitado por la cal. No estoy dispuesto a perder, nadie lo está, eso me da confianza, pero la vida a veces llena las esperanzas con piedras pesadas, y remolcarlo se hace difícil. No quiero pensar en eso, no me permito pensar en lo que nadie en este vestuario piensa, en perder. Vamos a dar batalla, la primera la ganamos, cerca del aliento de una ciudad soñadora, festiva y que supo adoptarme en sus diagonales. Prometo recordar mi viejo club, mis ex compañeros, mi maestros, mis amigos y enemigos, esos que temerosos de mí como yo de ellos, me demostraron respeto, muriendo y renaciendo en el campo cada fin de semana. De la prensa que acompañó nuestra gloria, hasta los que hicieron un cementerio con nuestros nombres, hablando del anti todo, como si fuéramos carniceros del matadero, culpables de las miserias de un pueblo. Los que creyeron en nosotros y los que no están pegados a la televisión, escuchando las radios de un partido que falta tan poco para empezar que mi corazón sale despegado de la camiseta, dando vida el escudo bordado en mi pecho, que con grandeza, voy llevar hasta arriba, cuidando que nadie pase por donde no tiene que pasar. Voy a defenderlo con uñas y dientes, con personalidad, con gritos de gol y la astucia de un chico que despegó de su barrio sin olvidar a nadie y que un día rescataré de las cenizas del tiempo porque ellos están pendientes de mí, ahora, con los dedos cruzados, los amuletos, los rosarios, las cruces y los santos, deseando mi gloria, que se acerca segundo a segundo, con paso lento, pisando fuerte como un elefante en la selva.

Corridas, nervios, los tapones rozando por el piso, el utilero que reparte las camisetas, las medias, los botines, la fe. Abrazos perdidos, conversaciones casuales, apoyo moral y gritos de guerra decoran el vestuario por donde los grandes dejaron sus marcas pero que ahora, alojan a simples muchachos que quieren medirse con la satisfacción de llegar a la cúspide esos sueños de barrio, de vidrios rotos y pelotas fabricadas con medias, de zapatillas agujereadas y platicas nocturnas, de los ojos inocentes y la cara sucia, el asfalto impregnado en la única camiseta que usábamos para jugar y de patear las naranjas maduras que caían en la vereda y se destrozaban en la pared del vecino. La sala se colma de jugadas, tácticas y valentía que dibujan los muros del vestuario entre los números cosidos en la espalda. El once de punta, el diez, el nueve, el siete van delante, el cinco en el medio con el seis, el ocho en un costado, el cuatro, el tres y el dos atrás, y mi uno en la espalda, pinta la camiseta diferente, delimitándome al cuadrado grande pintado con cal, que voy a convertir en zona minada.

Respiro profundo, converso un rato disipando los nervios de a pequeños momentos, camino con la mirada clavada en el piso, concentrándome en lo que vendrá. Repaso las jugadas posibles, los tiros al arco, el estadio en llamas, en la pelota. Vuelvo mi mirada a los compañeros que van preparando sus espadas, afilando los cuchillos, limpiando los escudos como titanes del coliseo, dispuestos a sobrevivir en la arena, con el público esperando ver sus cadáveres dispersados por el claro, con una ciudad ávida de degollarnos. Los minutos pasan, la hora se acerca, la pierna tiemblan hasta casi caminar con dificultad, las manos temblorosas palmean la espalda de un compañero, rezando en vos baja, arrodillado frente a la imagen de la virgen. Algunos prometen ridiculeces al aire, risas nerviosas, carcajadas de futuros cumplidos, y la foto de mi madre clavada en la frente que me acaricia tiernamente en épocas duras. Los ojos de mi padre, receloso, desconfiado, y una abrazo que me calma, mientras levanto las medias hasta las rodillas. Escucho de a ratos las últimas indicaciones, de aquellos que saben manejar estas situaciones, de esos viejos pillos que van por la vida con talento para sortear las vallas, seguros, con la temple de acero como guerreros antiguos. El silencio inunda la sala, las palabras del entrenador rebotan en las paredes, que suenan como un bunker cerrado, dejando a fuera el aliento contrario, las esperanzas del otro lado del océano, dibujadas en las caras embanderadas de blanco, gritando en un idioma que no entiendo, ni quiero entender. Hoy soy lo que fui, soy con mis aciertos y mis errores, mi talento, mi picardía, mis reflejos, mi fidelidad de amistad, mis secretos, mis códigos y mis amores. Soy por lo que valgo en los ojos de mi familia, de mis hermanos. Salgo a pelear como un león, para defender un país expectante, bajo mi nombre, mi apellido. Hundo mis dedos en los guantes, acomodo los pantalones, doy pequeños saltos rebotando con los tapones en el piso, espero la llamada, la fatídica llamada que surge como frontera entre la fantasía, lo imaginado, y la realidad, la pura verdad. El anuncio en los parlantes del estadio retumba en las delgadas paredes del vestuario. El corazón revienta en mi pecho, agito las manos, muevo la cabeza de un lado a otro, miro al techo buscando el cielo abierto que está por venir. La espera comienza su final, la gente grita, el estadio se hace oír cruzando el mar hasta mi barrio, mi madre reza, mi padre es un manojo de nervios seguramente, mis hermanos tiemblan. El grito del entrenador abre camino al túnel que corriendo como fieras salimos todos entre silbidos y puteadas, con el ruido ensordecedor de un estadio colmado, esperando que la historia nos recuerde como esos grandes que llegaron hasta donde hoy, yo, por todo lo que fui, llegué, a la final del mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario