¿Qué me puedo llevar?

Esa tarde un nuevo mensaje entró al celular. “Se vendió la casa”, decía mi vieja desde Valeria del Mar. Tan simple y tan complicado. Tan antagónico que me quedé con la mirada fija en el mensaje durante varios minutos recorriendo en fracciones de segundos toda mi infancia, todos mis gratos recuerdos, todos mis amigos, los que están y los que ya no se encuentran más que en mi memoria.



Transcurrieron los días y mi vieja volvía a Valeria con el dolor a cuestas de vaciar la casa, de vender en una feria americana cada mueble que anclaba sus formas año a año y que dibujo en mi mente de memoria. Cada libro y adorno sufrió el mismo destino, cambiado por billetes imaginarios como si los recuerdos plácidos de la infancia tuvieran valor en el mercado cambiario. Me imaginaba a mi vieja ver como poco a poco la casa perdía su forma habitual y los ecos en las paredes amplificaban los llantos de una mujer que dio lo que pudo por las vacaciones de su único hijo. Una casa material ahora idealizada en mi conciencia, más grande de lo habitual, sin las viejas manchas de humedad como preciosas arrugas del paso del tiempo. No solo todo eso me llevo a pensar que es lo que Valeria del Mar me dejó, sino el llamado de mi vieja que preguntaba si me quería llevar algo de la casa. ¿Qué me puedo llevar?

Desde el olor a la arena húmeda de la mañana hasta las travesías nocturnas de la adolescencia. De caminar por las calles de tierra en las calurosas tardes de verano. Un verano que no encontraba durante dos meses a todos y cada uno que conocí en pantalones cortos antes que en camisas almidonadas uniformando el trabajo. Un pueblo de casas bajas y playas anchas donde su única atracción turística era un viejo mástil que nunca fue utilizado. (Por lo menos yo no lo ví.) Un centro comercial tan chiquito que daba lástima recorrerlo. Un escenario perfecto para la comunidad armada por nosotros que fuimos creciendo juntos, todos al mismo tiempo. Con nuestras peleas y desengaños, con amores fortuitos y corridas de madrugada robando canastos de leche. De las largas escaleras ascendentes subidos a la casa “más alta” de Valeria. De aquel loco piloto que manejaba marcha atrás para no pasarse con el cuenta kilómetro.
Fuimos testigos y protagonistas de una variedad de anécdotas que cada uno lleva en su memoria como esas cadenitas de bautismo o algún amuleto de la infancia. Fuimos héroes y villanos, fuimos todo lo que nos dejó ser un pueblo mediado por la libertad que a tan pronta edad nuestros padres nos daban. Crecimos arriba de los “meharis” atados con cordones de zapatos empujándolo por las calles irregulares que nos llevaban a ver las luces de una Pinamar que albergaba lo que Valeria no nos daba. Nos besamos entre todos, nos dijimos cosas feas y malas. Nos escupimos y hasta no cagamos a trompadas en un juego de volley. Nos maltratamos notando las diferencias que cada unos mostraba denotando su ideología adversa al otro. Pero nos amamos durante años. Por el recuerdo y el respeto de una generación sana que creció entre lo pinos y los medanos, que defendió a un pequeño pueblo como si fuera un país. Un pueblo sin colores, sin bandera ni equipo de futbol.  Eso nos unió durante años, y lo sigue haciendo indiscriminadamente hasta que ni la muerte nos separe. Porque vive en nosotros y cada rincón de Valeria. Porque las fotos oxidadas nos inmortalizó con los pelos largos, la cara juvenil e inocente, la mirada lejana y soñadora. Aprendimos lo que el colegio no tiene como materia obligatoria. Aprendimos del cariño mutuo, del respeto y el apoyo, aunque también hemos asimilado a “regalarnos” cajones de cervezas de la parte posterior del balneario en una noche estrellada iluminada con el inmenso fogón en la olla de los médanos. Cantamos borrachos, reímos y discutimos de los tiempos aquellos mientras sin darnos cuenta sepultamos la amistad en el pecho como una tatuaje eterno de los valores humanos. Supimos encontrarnos donde se encuentran los tipos como nosotros. Supimos amar y odiar, supimos enamorarnos y abandonarnos, supimos valorarnos y reírnos de nosotros y de los otros. Pero sobre todo supimos conocer el lugar más bello del mundo. Tan simple y complicado, como lo puede ser Valeria del Mar.

Durante varios minutos, con el tubo del teléfono pegado a mi oreja, con la pregunta de mi vieja repiqueteando en mi cabeza que reiteraba para apresurar una respuesta, ¿Qué te querés llevar?
Nada, má, ya me llevé todo...   

No hay comentarios:

Publicar un comentario