La distancia


Si algo tenía claro era que la vida nos había juntado por una razón, y que ahora nos hayamos separado, no cabía en mi razón, en mis sentimientos, lejos de tu boca, de tus manos tan imperfectas dando vueltas en el aire al hablar. No fue hasta que decidí unirme a tu cuerpo otra vez, que me subí al auto y, sin equipaje y con la misma ropa desde hace días, me lanzo a la ruta como un león hambriento en busca de su presa. Cruzo la avenida hasta la panamericana y me mantengo por el carril rápido hasta doblar en General Paz. La lluvia amenaza el asfalto, pero con un poco de suerte puede que me agarre al final del camino, y si es que todo sale bien, te vuelvo a ver, porque lejos mío te fuiste y la distancia que me separa de tu cuerpo, de tus ojos tiernos en esas cálidas noches de verano en la playa, es insoportable para un hombre como yo que ya se había acostumbrado a tu presencia.


Acelero el auto en la autopista y casi sin prestar atención al camino, me aborda la última imagen que tracé aquella mañana, con el portafolio en la mano y la decisión en tu pecho camino a tu trabajo. Yo me había quedado dormido, como de costumbre, porque no veía razón de levantarme a compartir un café sentados en la cocina con la luz del sol que todos los días muy temprano y sin un faltazo, volcaba su rayos en la panera con tostadas recién horneadas. Ahora me doy cuenta de eso. Bajé rápido las escaleras y te vi saltar a la calle furiosa vomitando tu bronca, esa ira resultante de cuando yo me comportaba indiferente a tu presencia, que con promesa de familia, soñábamos todas las noches, con los chicos corriendo por la casa, con dibujos con líneas simples de papá y mamá en un casa con chimenea humeante, con el perro saltando sobre ellos y un gato al que  permitirías subir al sillón, pero que seguro sería el tema de alguna discusión temprana; pero vos querías muchos hijos, y yo tendría que buscar una casa con más cuartos y despedirme del sol en la cocina, y hasta podríamos cambiar el sillón para que todos nos sentáramos frente al fuego, pero eso sí, el gato no subiría. Y era cuando nos encontrábamos por la noche tapados con la frazada hasta la nariz que comenzaba un ritual imponente, copiado por los dioses con caricias en nuestros cuerpos desnudos a la luz del televisor que nunca apagábamos y que nos daba la bienvenida con los primeros rayos atravesando la fina cortina que bordaste. Y son las plantas las que sufren conmigo, sedientas de cariño que con tus manos imperfectas limpiabas cada hoja, cada pétalo. El sabor del café, tus exquisitos platos, tus sueños fundidos con los míos son los que me llevan cada vez más decidido a encontrar en tu cuello el placer de posar mi frente.

Paso los peajes y sigo camino por la ruta. Nunca tomo la ruta 2, estoy acostumbrado a ir por la 56, aunque los pozos, los camiones y las rotondas en sus primeros kilómetros cercenan un paso ligero, pero desde hace años que recorro su trabajoso camino llenos de curvas y contra curvas que, siendo niño, miraba desde el asiento del acompañante del viejo Fiat amarillo que mi madre manejaba, y buscando el placer de la playa, ponía su pie a fondo las tardes a plenos sol escuchando los magazines románticos de un cantor italiano que separaban nuestras rodillas dobladas y entumecidas por el largo viaje. El viento sopla desde el sur, y parece traer agua desde la costa, la luna no se anima a aparecer, pero si recuerdo la noche que bajó y se posó al final del camino y pensamos que podríamos llegar a ella con sólo acelerar un poco. Subo la música y los parlantes vomitan los ritmos tajantes de un blues con melodías salidas de una guitarra hiriente y distorsionada que tanto me hace recordarte que se quiebra mi interior con el basto pensamiento. Poco a poco me voy adentrando en la penumbra del camino, las luces de los pueblos se reflejan en el espejo colgado del parabrisas iluminando mis ojos que lentamente se van acostumbran a la feroz oscuridad de una ruta sin luna, pero con la esperanza que me despiertes del pesar, que hace un mes vive dentro mío como una enfermedad mortal que arranca la salud de cuajo y la regala al cielo.

En una noche de verano, besé tus labios por primera vez, cuando el alcohol manejaba mi conducta de manera tan insolente que casi sin saber tu nombre te hice el amor en el mismo auto, que me llevaba sinuosamente por la ruta 56. A cada paso me siento más cerca tuyo, cada vuelta de las ruedas pone menos distancia, aunque no sabría con exactitud cuando voy llegar, pero si me imagino tu piel dorada esculpido por un haz que acaricia cada poro de tu cuerpo, con los brazos abierto y en un eterno abrazo poder dormir en la brisa del viento norte. Reírnos hasta el amanecer de nuestro destino, seguir soñando con los chicos corriendo por la casa y el perro ladrando al gato subido al sillón. Pensar en la mañana que te vi por última vez, con el portafolio en tu mano, el pelo hasta la cintura y tus ojos de esposa buscando los míos. Podríamos tomar un café en la esquina del bar que te gusta tanto, y ver a los recién casados bañados de arroz y recordar juntos cuando la luna de miel nos unió más que un mal noviazgo. Y ya puedo verte con sólo cerrar los ojos mientras el camino se va mojando poco a poco con las primeras gotas del viento sur. Un destacamento cerrado, un pueblo fantasma que duerme a la orilla de un río, luces en el camino y de nuevo me interno en la plena oscuridad de la ruta escuchando un viejo blues que anticipa nuestro encuentro. Voy a buscarte, dónde sea que estés, por que en éste mundo imitado del cielo no te encuentro, y me hace falta tu carne, palpar tu cuerpo con las yemas de los dedos, centímetro a centímetro pintando líneas simples, como los dibujos nuestros deseados hijos.

Me detengo en la estación de servicio, con el latido pujante del corazón, y compro un paquete de cigarrillos acompañado de un café y me siento pegado a la ventana. Mis ojos duelen de ver tanta luz junta y como recién despertado hundo mis dedos en ellos. La lluvia comienza a descargar su furia en las chapas del mercado que retumban en su interior con un asimétrico ritmo de bombo. Las gotas se deslizan por el vidrio de los ventanales creando distintas formas y caen en el marco inferior formando diminutas lagunas que un hábil insecto sortea. Doy pequeños sorbos al último café antes de verte, y refugio las manos en el saco rozando con la punta de los dedos el paquete de cigarrillos. Me prendo uno, dejo espirar el humo entre mis labios que se pierden en el techo del salón. Un viejo leyendo el diario gira la cabeza indagando con la mirada mi presencia. Lo miro desafiante y vuelve a las noticias mientras arroja la colilla del cigarrillo en el vaso de plástico donde hace rato, seguramente, hubo un café.

En una profunda corrida me sumerjo en la cabina del auto, como esa noche Paris que te quejabas de la humedad y la lluvia que enrulaba el pelo, y como cuando fuimos a Bélgica con la lluvia decorando nuestra luna de miel, me oculto en los mantos oscuros de la noche con el agua rebotando en los vidrios y los faroles y que ahora paso de la ruta 56 a la 11. Me voy dando fuerzas en cada curva y acelero la marcha. Ya no hay autos de frente, se posan al costado con las balizas prendidas esperando que el cielo deje de llorar su lamento de no encontrarte hasta el momento que el destino me acerque. Acelero la marcha cortando distancia, separando el cielo y la tierra en el horizonte, en el ciego horizonte, que sólo en tus labios puedo ver. Una curva y otra, una recta, luces de un pueblo inundado por la tristeza, y más autos en la banquinas. Salgo de mi desesperación por un rato y prendo el último cigarrillo antes de verte y retorno a los días en que me los apagabas para que no deje el olor rancio del humo volcado en la casa, esa casa que fue nuestra hasta el día que te fuiste, cruzando la puerta entre lo que vos creías y yo dejé de creer. Piso con fuerza el pedal, me aferro al volante, con los ojos empañados. Otra curva y un descanso. La lluvia no cesa, el viento parece predecir el futuro incierto de la locura que me arroja a tus brazos y el cielo se convierte en tierra, el piso cae sobre mi cabeza, y la lluvia entrando por las ventanas rotas forma diminutos lagos  que se acumulan en la chapa retorcida del auto. Las luces encendidas y la gente amontonada a tu alrededor en la esquina del centro porteño señalaron el punto exacto de tus ojos al cielo, una mano aferrada al portafolio y la otra en tu vientre, con la cabeza teñida de rojo y el charco de sangre a tu alrededor y mi vida destrozada por el vacío presente del sol que ya no entra a casa; el perro ladrando, el gato subido al sillón y los chicos correteando por el living, se esfumaron hace un mes como el humo del cigarrillo. Y te encuentro abrazada a ese niño nuestro, que nació en el cielo, y escucho tu vos nuevamente, y tus manos imperfectas acarician mi llanto desesperado por tu presencia mientras mis ojos, en un cuerpo sin vida, miran al cielo entre las chapas retorcidas del auto, cortando la distancia que nos separa a los tres.

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