Café

Si algo le gustaba a Antión era sentarse en los bares y mirar el mundo girar a través de la ventana; la gente cruzaba la calle apurando el paso sosteniendo portafolios metidos en los trajes, uniformando la ciudad, cuidando el paso entre los turistas que paraban en cada baldosa y los curiosos montados en el ajedrez de la vereda. Otros, los más audaces, entraban al café, pasaban la vista por el diario y de tanto en tanto daban pequeños sorbos a las tazas con el logo del pequeño bar impreso justo donde la boca posaba los labios. Las mesas dispuestas como pequeños islotes abarcaban casi todo el salón; la barra de madera, relegada al fondo, se extendía de punta a punta. Unas pocas conversaciones tempranas se escuchaban desde las islas. La mesera repartía las tazas con tanta habilidad que Antión disfrutaba con verla replegado con la insistencia cotidiana de un libro de Cortazar y un crucigrama que nunca lograba terminar.
Sumergido en Paris, entre los deseos de un vuelo por las islas griegas y los fuegos de una lucha romana, pasó las horas, las malditas horas de la mañana, delineando la fantasía y la realidad. No notó el movimiento que cerca del mediodía agitaba el bar en idas y venidas de los turistas ávidos  por los platos del día que doña Coria preparaba con tanto entusiasmo y que su sobrina los repartía en las mesas con tanta delicadeza que a más de uno le gustaba arrancar de sus labios su nombre o una conversación casual a la que ella indiferente contestaba casi de memoria, como un libreto aprendido para esquivar alguna información personal de su estado amoroso. Tampoco se percató de la mirada profunda de la mujer que sentó justo delante de él y que sólo los separaba una mesa. Marga, la sobrina de doña Coria, le acercó la carta con el menú pero Antión seguía nadando en las refrescantes aguas del mar Egeo y recorriendo Paris calle por calle. Doña Coria había heredado el viejo bar de su padre, un inmigrante español que prometió un futuro en las Américas, y dónde conoció a su mujer y madre de sus dos hijas. La hermana de doña Coria había fallecido en un accidente de transito no muy lejos del bar, con un hijo en su vientre y un portafolio en la mano, donde llevaba todos sus estudios clínicos y que su esposo, Jerónimo, propició una cita oscura con la muerte en su auto una madrugada sobre la ruta 11, un mes después. Marga, de doce años en aquél entonces, quedó al cuidado de doña Coria que tomó como su hija. Tal fue así que no dejaba que ningún cliente se le acercara, hasta tal punto que un día salió de la cocina con un cuchillo en la mano y echó a un viejo borracho que de vez en cuando suele pasar por la puerta con paso ligero y sin mirar al interior. A Antión le causaba gracia todas estas escenas sacadas de las crónicas fantásticas de cuentos porteños de principio de siglo. Mezclaba la fantasía con la realidad como un hábito cotidiano traspasando la puerta de un lado al otro. La mirada de la mujer sentada en la mesa de enfrente le pesaba en sus ojos, no podía concentrarse en la lectura y como una ventana a lo real, alzaba la vista por encima del libro para observarla. La mujer tomaba apuntes en un cuaderno y leía unos libros que había apilado a un costado de la mesa. Sus ojos luchaban con los de Antión para no encontrarse en el espacio que los separaba y sentirse apenas avergonzados disimulando con una sonrisa tonta o una total indiferencia, bajando la cabeza rápidamente hasta casi tocar el piso.
El medio día tocaba su punto más alto en el cielo. Los ruidos de tenedores y conversaciones a boca llena decoraban el salón mientras Marga, como una trapecista entrenada y ante los ojos atentos de su tía, cargaba los platos y vasos subidos a la bandeja plateada. Los más pacientes eran los turistas que paseaban la vista por el salón estudiando cada rincón del bar y forzaban el lenguaje local con un diccionario en la mano. Los otros se fastidiaban con tanta frecuencia que doña Coria se impacientaba con su sobrina y la presionaba desde la cocina hasta el punto que a Marga le brotaban algunas gotas de sus ojos. Antión no entendía como hacían ellas dos solas para servir a diez mesas y la mujer de enfrente compadecía la dolencia de la hábil moza entre el mar de clientes hambrientos y una dueña cínica.
Perfecto momento para un sándwich, pensó Antión con el estomago lleno de café y los ojos de la mujer de enfrente pegados en su cien. Antión levantó la mano llamando a Marga que se acercó raudamente y le ordenó un tostado de jamón y queso. La mujer de enfrente se entusiasmó con el apetito de Antión y pidió lo mismo, pero le agregó tomate. El bar atestaba de clientes que se iban escapando del frío a punto de nevar. Y la isla griega en forma de tortuga que se divisaba desde el cielo se confundía con la mística realidad del cruce de miradas y no terminó el cuento cuando se encontró frente al sándwich caliente y una gaseosa burbujeante a su lado. Y como si nada los separara de la mujer de enfrente, almorzaron juntos y, entre mordisco y sorbos de gaseosa, juntaron la mirada en un rito oscilante y armonioso. Antión aprovechó la oportunidad y observó sus ojos verdes agua como el mar del trópico en verano y sus finos y largos dedos que abrazaban el sándwich con fuerza. Se dejó llevar por el impulso y esbozó una tonta sonrisa buscando una respuesta que por ahora no llegaba y lo había dejado al descubierto como si hubiera traspasado un límite o roto una ley escrita entre ellos dos. Se sintió avergonzado y prometió no mirarla más, o por lo menos por un buen rato. La mujer dejó a un lado el cuaderno y guardó algunos libros en un morral de cuero que parecía reventar en sus costuras. Antión se tiró de nuevo en la lectura y el cálido abrigo de la fantasía lo albergó seguro y cómodo. No sólo no dudó en no mirar más por la ventana a la realidad sino en finalizar un juego histérico que ella había comenzado y, como un cuento que va llegando a su incierto y mágico fin, mezclaba un poco de la mujer con un poco del joven soñador y anhelante de una tranquila y placentera vida en la isla griega.

El joven comandante de abordo espiaba por la ventanilla la isla de Xiro, planeaba sus eternas vacaciones rodeado de agua, subido al lomo verde del caparazón de la tortuga levantándose de las claras aguas del mediterráneo. Antión acompañaba su angustia y releía cada estrofa como una oración sagrada celebrante de misa. Cerraba los ojos y se fundía en el relato, traspasaba lo mágico y hurgaba en el inconciente. La mujer seguía atenta a su escritura. De tanto en tanto indagaba un libro y volvía a volcar las palabras en las hojas. Escribía y modificaba cada estrofa con tanto ahínco que a Antión le empezaba a intrigar sobre el contenido del texto. Tanto que en un momento casi rompe esa barrera dispuesta entre los dos, esa ley sobre entendida que los separaba como la distancia que había de mesa a mesa, y desenmascara toda la intriga que tan distantes los había ubicado. Se contuvo por un instante, paso su manos por la cabeza, encendió un cigarrillo y dejo escapar el humo entre sus labios. No se acordaba donde había comprado el paquete que había sacado del bolsillo interno del saco, pero poco le importaba, necesitaba tragar el humo del tabaco y exhalarlo con fuerza hacia el interior del bar. Marga lo miraba desde la barra en penumbra con la cara inocente y la mirada simple, realista. Las cosas en el Café se habían calmado y la señora Coria se había sentado en la caja a contar la recaudación. No quedaban muchos clientes y los que estaban, pasaban las hojas de alguna revista de moda y otros, al igual que Antión, leían un libro, inmóviles, clavados en los asientos del viejo bar. A Antión esto le parecía un poco raro pero algo habitual. A veces, las largas lecturas lo revolvían entre escenarios imaginarios y personajes de cuentos salidos de las páginas de un relato fantástico que se mezclaban con los sueños de un escritor. La mujer de enfrente le parecía irreal, como un personaje de novela barata y la comparó con su mujer, tan antagónica y tan parecida que confundía los pensamientos. Sin mirarla se preguntaba si ella lo estaría mirando, si seguiría ese juego estúpido e incómodo que venían haciendo hace más de cuatro horas, sentados frente a frente, separados por un espacio entre las mesas. Trató de desviar la vista buscando algo en el salón que le llamara la atención y olvidarse de la histérica mujer, pero no logró ver nada interesante salvo dos viejos que hablaban en un idioma raro, un dialecto del norte de Europa que no pudo comprender pero sí entendió. No le parecía raro, todo el día había transcurrido así. La imaginación le estaba jugando una mala pasada, y la extensa lectura le nublaba la vista y lo arrancaba de la realidad, de su realidad. En un instante la mujer se paró y se dirigió al baño. Era la oportunidad de esclarecer su duda y mirar los escritos dejados en la mesa, al lado del plato lleno me migas y la gaseosa que seguro ya estaba natural, como la de él. Observó a la mujer caminar hacia la puerta del baño que quedaba al lado de la barra. Algo en ella le parecía conocido, en algún lugar se habían visto, o en ese mismo café, repleto de intrigas cotidianas y fantasías casuales. Podía haberla visto sin mirar, sentada tras los libros amontonados bañada por la luz de la ventana y el humo materializando los rayos de sol, tan mágico y tan misterioso como la mujer, que lentamente se deslizaba entre las mesas hacia el fondo. Marga dibujó una leve sonrisa a la mujer que, mientras empujaba la puerta vaivén, giró la cabeza hacia Antión como sabiendo sus intenciones. Antión atoró su impulso y quedó inmóvil, hundido en la silla viendo morir su plan.
Sin darse cuenta cuando había retornado la vió sentada en la mesa de enfrente y con la mirada tajante anclada en su cabeza. La miró con enojo, con los ojos cansados de un juego tan tonto como lo que estaba escribiendo, y no era que lo había podido leer, pero de alguna manera, no sabía como, lo sabía, pero todo en esa tarde había sido tan raro. La mujer volvió la cara a su cuaderno y Antión siguió chapuceando en su libro. La isla griega parecía que se había hecho realidad, y por fin el personaje había podido conocer sus blancas playas y hasta se había bañado en el transparente mar. De tanto en tanto subía la mirada por arriba del libro y la realidad lo encontraba con los claros y verdes ojos de la mujer que seguía escribiendo frenéticamente ensuciando sus dedos con tinta que limpiaba de a ratos. Pidieron un café al mismo tiempo como si lo hubieran programado, como si sus deseos de fundieran en uno. Antión se inquietó un poco, lo incomodaba la realidad impregnada en los ojos verdes, esos ojos conocidos, como los de su madre, o los de su mujer, o simplemente los de ella, sentada en la mesa de enfrente, separados por el espacio vacío entre ellos.

Antión decidió estirar las piernas y salió a tomar aire. Se prendió un cigarrillo que tomó del saco y lo encendió lentamente. La gente seguía corriendo por la vereda, sorteando los turistas que desplegaban lo mapas de la ciudad. ¿Había nevado?, pensó Antión mientras pitaba el cigarrillo con fuerza. Pero nunca nieva en la ciudad, eso son placeres del sur del país. Un turistas se le acercó preguntando por una calle y Antión amablemente lo guió dibujando el camino en el aire. Le gustaba entablar conversaciones con los extranjeros, y encontraba un parecido extraño entre la ciudad y Paris. A veces se disponía a caminar sin rumbo fijo, imaginando que estaba en la capital francesa, paseando por Saint Germain, entrando en los pequeños cafés postulados en la avenida, celebrando la misa cotidiana, la misma gente corriendo, los mismos turistas, la misma vereda, el mismo café donde ahora se encontraba, ubicado en la mesa, enfrente de la mujer que otra vez iniciaba el fatídico juego, con los ojos en Buenos Aires, y la mirada en Paris. Se sentó, abrió el libro y en cada palabra de su vecina, releía el placer eterno de consumir sus días en la isla griega, atisbando el verde mar, subiendo por la colina hasta el espacio verde.

La horas pasaron en el viejo café, con gente que entraba y salía y las luces de salón que poco a poco se prendían al compás del ocaso. Las luces municipales esperaron hasta la oscuridad plena, los autos trabados en las angostas calles desesperaban el paso. Algún grito desde lejos fundía su sonido con los platos y cubierto que Marga iba retirando de cada mesa vacía. Se sobresaltó por un taza traviesa que saltó desde la bandeja y se estrelló con fuerza en el piso. Marga pidió disculpas y un joven sonrió recorriendo su cuerpo con deseo. La moza siguió hasta la cocina donde un lava copas hacía sus recortadas horas de trabajo entre el jabón y el agua de la pileta. Doña Coria clavó la vista en el joven pretendiente, estudiando cada movimiento, cada respiración y parpadeo hasta arrojar al joven a la incomodidad plena y la humillación que sólo él podía sentir.  La mujer de enfrente seguía escribiendo frenéticamente, como si una idea le habría surgido y la inspiración movía su mano aferrando la pluma con fuerza. El joven se paró y mirando a su alrededor avanzó seguro hasta la barra, donde doña Coria, sin moverse parecía esperarlo. Las voces alzadas en el aire de las mesas no dejaban escuchar a Antión, que miraba atento, como una novela de suspenso. El joven hablaba moviendo las manos al aire, parecía enojado, pero doña Coria, inmóvil, escuchaba las palabras escupidas que salían de la boca del joven. Antión no escuchaba nada desde su lugar, pero la escena lo había despegado de la isla griega y el deseo de una vida distinta e idealizada de un avión cayendo al vacío. Los clientes comenzaron a bajar la vos y poco a poco se desprendían palabras como “libertad”, “amor”, “vida juntos” desde la barra. Marga se asomaba con los ojos llenos de mar salado, el joven la miraba dando fuerza a sus palabras que vomitaba a una tía tenaz e inmaculada. La mujer de enfrente seguía metida entre los papeles y libros, escribiendo con bronca y distante de todo. Un silencio sepulcral inundó el café, la discusión ya era evidente, los comensales se inquietaban, las palabras del joven como puñales atravesaron el salón y la mirada de Antión, que ya había relegado el libro a un costado, ancló en la disputa, como todos en el salón.

-¡No entendés, vieja de mierda, que no amamos!- gritó el joven ante la tía, que miraba como si nada pasara.- ¡Que tu vida haya sido un fracaso no es culpa de tu sobrina!
-Retirate del local…- sugirió doña Coria a punto de perder la paciencia.
-¡No, estoy cansado de tu incomprensión! ¡Me voy a ir si Marga viene!

Marga se fue acercando suavemente, aterrada, con los pasos temblorosos y con la duda en la frente. Doña Coria la agarró del brazo y la empujó al fondo, Marga cayó al suelo y golpeó su cabeza con la puerta que quedó oscilante, abriendo y cerrando.

-¡Está embarazada!- gritó el joven y corrió a levantarla. Doña Coria empujó la puerta de la cocina y salió rápidamente lanzando un letal movimiento hundiendo la hoja del cuchillo en el estómago del joven. Los más cercanos se tiraron encima de doña Coria, los gritos se esparcieron por todo el salón que se mezclaban con el movimiento de los comensales y algunas mesas que caían junto con la vajilla. La mujer era la única que no salía de su estado, escribía con más ímpetu y concentraba su mirada en la hoja. Antión se paró y se dirigió a la barra, el piso estaba manchado con sangre y el joven en el suelo tomándose el estomago, retorcido del dolor pedía una ambulancia.  Marga acariciaba su rostro, sentada sobre la sangre arrancándose el alma en un alarido profundo que partió su cara en dos. Antión se acercó haciéndose paso entre la gente que rodeaba el crimen, se agachó y miro a través de los ojos del joven, el dolor del tajo en su estomago, la visión que se iba oscureciendo como el sol cayendo detrás de los edificios. La cara se confundía con las hojas de la mujer de enfrente que no despegaba sus ojos del cuaderno, la tinta repartía las palabras relatando cada escena, describiendo el bar, a la cínica tía, a Marga y al cuerpo sin vida del joven, con los ojos abiertos al cielo. La mujer escribía y cruzaba la mirada con el muchacho de enfrente que leía un libro, que no podía descifrar cual era por el espacio que a los dos los separaba mientras la moza depositaba el café en  su mesa, en esa tranquila mañana en el café.

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