Por esto...

Y por qué ahora se me ocurre recordar con tanta emoción un lugar que había olvidado por mucho tiempo. En realidad no es olvidar la palabra exacta, más bien guardar en un lugar privado. Entonces la palabra es guardar. Como esas cosas viejas que vamos llevando con nosotros por ejemplo cuando nos mudamos y nuestra pareja nos pregunta qué vamos a hacer con eso. Y ahí es cuando nos descubrimos con la vista anclada en ese objeto, pensativo, melancólico y lleno de recuerdos, y otra vez la palabra recuerdo.

Y en los infinitos textos que he escrito he tratado de no nombrar a nadie, porque cada uno sabe donde está ubicado dentro del relato. Pero es bueno señalar algunos personajes salidos de la fábula “valeriana” como escapados sigilosamente sin que el autor se de cuenta. Dónde la fantasía supera la realidad, y sí que la supera. Porque yo no conocí a Valeria del mar, sino a un lugar dónde no descansar era lo primordial. Yo no conocí la playa, conocí un ancho campo de deportes donde jugar a la pelota, al softball, y al poli-ladron. Y tampoco conocí los médanos, más bien un perfecto lugar para esconderse con pequeños túneles y grandes ollas propicio de un apreciado fogón.
Y como es tan diferente a todo tampoco conocí a la gente, no conocí a Alejandro Martinez, yo conocía a Alito, tampoco a Manuel Rocha, sino al gordo. No se quién era Leandro Costanzo, pero conocía bien a Lea. Tampoco a Quique, pero sí al padre de Lea. Menos que menos a Pablo Schneider, para mí era Pablito, y la hermana era la hermana de Pablito como Marina y Paula las hermanas de Lea. Horacio Blanco paradójicamente era más bien negro. Alejandro era el loco, y un loco que hay que tener en la mesita de luz en aquellos días de bajón. Los chicos de la plata venían de a montones. Y se los reconocía por la camiseta del pincha o del lobo, y éste último en raros casos. Aunque había uno, el mayor de los López que era de boca.
Marcela Delgado era Marce, la loca emprendedora e independiente que una vez estuvo con Lea, pero también con Alito, pero no conmigo. Aunque ganas no faltaban. La que un verano hizo topless y se cagó en la ordenanza municipal de no mostrar las partes privadas en público. Y no llegó Matias Ojea, llego Mati, o el “cabezón, cuervo, culón”, como lo llamaba el hermano cuando se enojaba, y se le saltaron los ojos de la cara. Yo me acuerdo, no sabía si reír o tirarse encima. Eduardo Ojea era el gordo Ojea. Y creo que fue en el primer año que lo conocí que no dejó de sorprenderme la elasticidad del gordo para jugar al volley. Y el paracaídas atado al jeep que te arrancaba unos minutos de la tierra y que mi poco peso me privó de subir. Claro, yo era muy flaco, los ojos claros y el pelo… según como iba la moda. La mirada altanera y una seguridad a la vista de los otros. Pero seamos francos, era muy tímido e inseguro y muy pero muy observador…
Después llegó la cuadrilla del colegio del gordo. Se presentaban así, Fer, Gonza, Mariano, Nacho, Chope, Ale y tantos otros que ya no recuerdo los nombres. Eran como los de plata pero con diferentes camisetas de fútbol. Mariano salió en un ridículo pijama a jugar al fútbol una madrugada después de Majada Onda. Gonza presentó al Tom Cruise de Valeria y apareció Fer… (más pinta tiene Fer). Nacho era más bueno que Lassi atado. Y por si esto fuera poco yo llevé muchos amigos del barrio y del colegio. Fabián, Diego, Leo, Rotri y Martín (“Paja” para mi, “Skid Row” para Valeria).
Y no nos olvidemos de Laura Novak, Garré y Mariano.
Entonces una vez presentado el “staff” de Valeria podemos darnos el lujo de contar las historias más memorables del pueblo. Y el relato podría ser…

Una tarde de calor agobiante vino Pablito a sacarme del letargo eterno sentado bajo la sombrilla blanca y amarilla hundido en los libros de ciencia ficción que mi vieja me compraba. Fuimos a la cancha de volley, propiedad exclusiva de los grandes. Emilio empujaba la pelota alta desde la posición de saque para que el viento confunda al receptor del equipo contrario. Era buena esa, la pelota caía zigzagueando desde la nube con tanta fuerza que era difícil de atrapar. Lea, Mati y Luchi se encontraban en un costado reclutando gente para jugar con el ganador. El que tenía todas las chances era el equipo de Quique, que discutía cada pelota errante o en el límite, el gordo Ojea se tiraba levantado las imposibles mientras Celso servía de apoyo a un Liborio iluminado esa tarde.
-¿Nos van a dejar jugar?- pregunté a Lea que llevaba en la sangre la estirpe de un líder nato.
-Espero…
Pasaban los minutos y el corazón se aceleraba. Faltaba poco y demostraríamos que los hijos de los que estaban jugando estábamos hecho de fuerte algarrobo. Claro que cuando terminó otro equipo entró a la cancha y nuestra desilusión se agrandó como las fábulas de Ale.
-Che, no nos van a dejar entrar…- concluyó Mati mientras se introducía un bizcochito de grasa en la boca.
-Esperemos el próximo…- aconsejó Lea y gritó- ¡Hay equipo!
Nos sentamos a ver el partido lleno de alegatos y poco juego. Que la pelota cayó adentro, que tocó la red, que el viento levantó la arena, que la red estaba rota y que las ganas de discutir se hacían más fuerte durante el transcurso del juego.
Con el sol atravesado en la médula, la transpiración jugaba a ser pegamento y la arena a brillantina formando dibujos abstractos en mi delgado cuerpo. Del otro lado de la cancha se levantaba el mástil anunciando un mar peligroso con su banderín triangular negro con bordes colorados.
-¿Alguna vez viste la bandera azul?- pregunté a Mati que miraba el partido atento a cada falta como un referí.
-No, no me acuerdo. Que pregunta boluda…
-Ah bue… disculpá mi banalidad. ¿Qué opinas del pensamiento Kantaniano?
Mati largó una carcajada que paralizó la playa. Algunos lo miraban como si estuviera loco mientras que otros se contagiaban de sólo verlo. Luchi se levantó y caminó unos metros hacia nosotros y con la vista clavada en el hermano mayor le dijo:
-Que tonto sos cuando te reís. No podés reírte como alguien normal.
Mati lo miró y le causó más gracia. Se revolcó en la arena con las piernas al pecho riendo con todo el aire saliendo de sus pulmones. Era una fotografía repetida, un hecho común de todos lo días. Luciano lo retaba mientras Mati se reía. Lea se dio vuelta y anunció que el partido estaba terminando y que no vayamos preparando para ingresar.
-Pero Lea, nos faltan jugadores.- anuncié.
-Ahí vienen Alito y Ale.
-Ahora nos sobra, boludo.- recriminó Luchi mientras se tiraba arriba de su hermano para que deje de reír.
-Bueno, yo no juego. Ya les dije a ellos…
-Dejate de joder. Vamos rotando con uno afuera y ya…- agregué.
-Ale no viene, está hablando con la minita esa de la otra noche.- dijo Alito mientras saludaba con la mano en alto.- pobre mina…
Si a alguien habría que adjudicarle creatividad en sus charlas, ese era Ale. Flaco, alto y con el modo de caminar calcado de su viejo, Celso. En realidad era el clon del padre. Con la seguridad al hablar de cosas que en los manuales no estaban. O por lo menos no en los que tenía yo.  Un Ale divertido y lleno de personajes que se escapaban de su cabeza para correr en la madrugada por la playa, o hacer un fogón y relatar historias que no sólo nadie las creía, pero que no parabas de reír hasta altas horas de la noche.

Nos tocó entrar. Era el equipo de los chicos contra los veteranos. En un punta, Quique, El Gordo, Celso, Pasarella (Liborio), Emilio y Néstor. En la otra punta, Lea, Luciano, Mati, Pablito, Alito y yo. La contienda tenía su peso en oro. Las populares se habían vendido hasta agotar stock. Las plateas se adornaban con mates y galletitas que se iban pasando de familia en familia mientras otros se iban reuniendo alrededor de la cancha clavando las sillas de metal en la arena. Las hermanas, las chicas y los amigos alentaban de nuestro lado mientras las mujeres de los veteranos no se decidían por quien apostar. La formación, simple, Luciano adelante y Mati que lo servía para un efectivo remate. Y los demás atrás agarrando la pelota como pudiéramos. El partido estaba por comenzar, las miradas atentas no se despegaban de la pelota que en cámara lenta voló de las manos de Emilio y se perdió en las nubes y cayó con tanta fuerza que no sólo me pegó en la cara sino que las risas de toda una playa fundió un acuerdo con promesa de amistad que hasta ahora sigue intacto.

No sólo me acuerdo de cada jugada al lo largo de los años sino el primer juego juntos una tarde de donde nos plantamos en la cancha para que nos dejen jugar como piqueteros con palos y botellas en mano. Éramos chicos, muy chicos. Por supuesto que el partido lo perdimos por mucho. Es más, no creo que hayamos hecho algún tanto. Pero fue el más lindo partido que recuerdo, fue el primero. Pasaron los años y de la mano de los hermanos Ojea ganamos muchas contiendas y campeonatos. Martín, Lea y yo limpiábamos la cancha buscando esas pelotas que el bloqueo no resistía. Pero eso sí, cuando el turno era jugar a la pelota, la historia era otra…

No hay comentarios:

Publicar un comentario