Noche frustrada

Los rizos de oro al viento mojaron al rozar mi cara una noche estrellada casi sin estrellas pero con una luna tan fuerte que el mismo farol del boulevard se humilló ante tan imponente reflejo. Caminamos por la avenida cercada por restaurantes plagados de turistas impacientes por una mesa. Los autos transitaban en forma lenta esquivando algún menor escapado de las manos de su madre. El bullicio del golpeteo de tenedores y algún que otro plato que se deslizaba de las manos torpes de un mozo decoraba la naciente e iluminada noche que levantaba desde el océano un frío de costa y desechaba cualquier plan para el día siguiente.
Recorrimos una y otra vez el boulevard en un ida y vuelta constante a lo largo de sus dos cuadras que separaban un viejo mástil y el mar que rugía desde el fondo. Decidimos sentarnos en la rotonda y miramos en silencio el caos del transito que surgía a la hora de la cena en un pueblo dónde los comederos eran contados con los dedos de una mano. Eso sí, contando que algún dedo faltaba.

La luna poco a poco comenzó a opacarse. El viento aumentaba su caudal y la temperatura bajaba en forma rápida. Surgieron preguntas sobre el estado del tiempo que se escuchaban de los transeúntes que paseaban mirando las pocas vidrieras de los locales, algunos estaban cerrados, otros con poca mercancía. Unas pocas gotas cayeron primero en el piso, dejando las huellas sobre el asfalto alumbrados por los faroles delanteros de los autos, y luego en mi cabeza. La gente apuraba su paso cuando el techo de las galerías los abandonaba en plena caminata mientras otros esperaban con las manos hundidas en los bolsillos mirando el cielo predicando que cese la lluvia. Nosotros nos quedamos sentados, mojándonos durante largo rato en la húmeda y fría noche de verano al pie del viejo mástil en lo que sería un romántico cuento de febrero.

-Mejor nos vamos…- dijo la de los rizos de oro
-Como quieras…- respondí mientras encendía un cigarrillo bajo la lluvia.
-¿Qué hay para hacer acá en éste pueblito?
-Mucho, y nada a la vez.- contesté sabiendo que no me entendería una palabra.
-Volvamos a Pinamar. Hay más bares y gente.
-Que hay más bares, seguro, que hay más gente, es cierto, que los huevos me los piso de ir a Pinamar, también.- dije pitando fuertemente el cigarrillo.

Nunca fui un romántico ni mucho menos. Tampoco fui de los que agasajaban a la chica en función de pasar una noche memorable. Lo único que me importaba en esa dulce adolescencia era una sola cosa: Ponerla…
No recuerdo exactamente dónde había conocido a la de los rizos de oro. Seguro que fue en alguna noche de borrachera sujetado a la barra del boliche de Pinamar. O puede ser en el viejo “Old Ways”, que para entrar juntábamos gente de toda Valeria. Una especie de contingente viajando en un tour comprado desde Buenos Aires. Si mal no recuerdo llegamos a ser treinta y tres. Y si mal no recuerdo fue el gordo que preguntó en la puerta, para entrar gratis, si se encontraba Cesar Po, un DJ que sólo él conocía y que al nombrarlo le dieron una patada en el culo que me dolió a mí.
Otras noches nos quedábamos en la puerta de los juegos electrónicos sentados charlando hasta altas horas de la madrugada. Y si bien la propuesta no era del todo atractiva mirándolo en retrospectiva, fue, a mi modo de ver, la antesala de lo que vendría años más tarde.
Hay algunas cosas que recuerdo, pero no puedo ubicarlas en tiempo. Son anécdotas anacrónicas que me llegan del inconciente y se hacen presentes de repente como fotografías sacadas del cajón de los recuerdos. Algunas imágenes sueles tener movimiento como el día que un escupitajo se desprendió de mi boca y se estrelló en los zapatos de Marce. Pero nunca logré saber cual fue el motivo.

-Si te queres quedar en Valeria quedate, yo me voy.- me dijo mientras giraba la cabeza buscando un taxi o alguien que la llevara. Yo lo único que recuerdo es el bonito trasero que se alejaba y me dejaba sin un agujero para la fría noche de verano, esa misma noche que la lluvia se tornó chaparrón y que las tejas de los techos amagaban con volar directo a la cabeza de alguien. Ni un beso le había dado. Ni para saludarla. Por supuesto que si la noche sigue empeñada en frustrarme la velada ni en pedo lo cuento, pensé. Se cuentan las que te salieron bien, las fallidas quedan escondidas en la memoria al lado de la foto de cuando me cagué encima en la primaria, o mi primera novia me sorprendió con una trompada en medio de la trucha. Ahí, donde nadie las ve…

-Esperá- habló mi hombría.- vamos a casa…
-¡¿A dónde?!- preguntó con tono feroz girando la cabeza otra vez hacia mí con la mirada desafiante. Estaba perdiendo la batalla. Había que arreglarlo de alguna manera. Ya me había arrepentido de mis palabras que me habían llevado a esta situación. No se por qué siempre hago lo mismo. No entiendo cual era la razón de contestar como el orto, y literalmente como el orto que se estaba yendo a su casa y acostarse sola en esa ultra fría lluvia de verano que, a esa altura, me estaba rompiendo las bolas soberanamente. 
-Bueno si querés te acompaño…- volvió a hablar mi hombría. Algo había que hacer.
-No, gracias, me voy a casa.- dijo mientras subía al Montemar. La cosa estaba perdida. Y cuando ya no hay forma de revertir la situación es cuando sale la fiera, el hombre de las cavernas, ese ello desatado y sin escrúpulos que el superyo no puede frenar. Es en ese momento que te cagas en las reglas sociales y de buen ciudadano, ahí fue que le pregunté:
-Che, de coger ni hablar, ¿no?, rizos de mierda, ícono de la frustración, frígida.

Nunca más la vi. Nunca. Qué será de la vida de lo rizos de oro. Poco entendía de caballerosidad, de largas platicas para conocerse. En cada noche de fiesta recuerdo a Lea hablando y hablando con la mirada clavada en los labios de alguna chica esperando el momento preciso, un descuido adrede, para clavarle los colmillos en la yugular y comerle la boca. Una paciencia parecida a la de la araña esperando su presa, quieta, inmóvil, reservada y vigilante, hasta que ¡pum!, un ataque veloz y certero. Envolvía en su dialéctica su captura, reservando sus labios para un golpe preciso. Hipnotizaba con sus claros ojos azules (o verdes), con la tez morena del verano (o de Lanús), su pelo largo y negro que acomodaba como un tic nervioso, frunciendo el ceño en cada palabra y sonriendo por cada boludez con tal de llevarla a la cama, o a mostrarle la variedad de pulóveres en el negocio del padre (Quique) a las tres o cuatro de la madrugada. Un monumento a la estrategia, al intelecto llevado a la sensualidad que sólo Lea, el gran Lea, podía (puede) manifestar.

Caminé un rato cuando la lluvia por fin mermó dejando el frío de visita. Recorrí todos posibles lugares donde encontrar a alguien, a algún amigo, hasta caer en “Tío Alberto” (Hoy, puterío). Había una morocha cantando con karaoke, y toda Valeria agolpada en las ventanas, subida a los viejos muebles amontonados en la parte trasera del local mirando por una claraboya semejante show. Ahí descubrí a Alito y a Diego besando a la misma chica, eso sí, uno a la vez. ¡Qué noche! ¡Era más fácil lo mío!

-¿Dónde estabas?- preguntó una vos detrás de mí. Con las manos en los bolsillos, mirando la orgía pública de los chicos subidos a los muebles y sin importarme quién era, respondí:
-Ahí andaba, paseando…

Mostramos lo que queremos mostrar siempre y cuando nuestra imagen no se caiga a la mierda. Claro está, somos lo que la vida nos dio, somos cada una de las cosas que hicimos hayamos o no contado a los demás, hayamos perdido o ganado. Hoy no miento, antes sí, un poco…



No hay comentarios:

Publicar un comentario