Héroes y villanos

Ahí, donde la imaginación corre por la cuerda floja, es cuando un alto en la prosa se distingue en su silencio. Es cuando la vida corre riesgo de transformar el hecho fantasioso en una salvación que sólo los soñadores pueden vivir.

Por pura distracción a la realidad me sumerjo en los laureles de una época que mostró su mejor cara cuando la vida me mantuvo activo y desencadenó al encierro permanente de un pasado idealizado en mis pensamientos. Rajo de los muertos sin gloria y sobre vuelo el mundo de los que están un poco más vivos y glorificados por el placer de la vida misma. No hay negocio rotundo, no hay perfección en el mensaje, pero por suerte la imperfección suele tener un atractivo único que favorece al ser humano. Y en estos relatos, no hay héroes ni villanos, ni víctimas ni victimarios, pero toda historia, toda trágica aventura necesita de superhéroes encarnados en los personajes que Valeria del Mar alguna vez parió.

Puede que esa noche de fantástica supremacía nos encontraba sentados en el viejo bar Granville y Azopardo. Un plácido encuentro que festejábamos mirando una película que proyectaba un pequeño televisor que algunas veces atraía clientela con los campeonatos de fútbol de verano. No recuerdo el motivo de tan aletargada cita nocturna aquella oscura noche de verano. Pero si recuerdo a Lea sentado al lado mío, en primera fila, disfrutando de la acción en primer plano.
“Winds”, el viejo bar que pasó de las manos de la familia Blanco a la familia López y que contaba con cuatro canchas de Paddle, estaba repleto. La gente subida a la barra y otros tantos parados desde la puerta miraban una película que, como muchas nimiedades de la vida, no recuerdo.
Este viejo bar fue el lugar de reunión cotidiano. Fue el comienzo y el final de cada noche. Fue escenario de incontables anécdotas. De fotografías grabadas en la retina como el día que Alejandro entró por la puerta de la mano de Miss Valeria, y ella con la corona todavía en su cabeza, sonreía inocentemente frente a la jauría de rabiosos amigos. La misma puerta que atravesó Leo, un amigo del barrio de Belgrano, anunciando entre risas que Mati había volcado en su fallido intento de jugar al rally con el auto tomando las curvas con el freno de mano en la playa de estacionamiento del balneario. No había otro lugar posible dónde encontrarse; no, no busque, no lo había.
Winds era atendido por sus propios dueños que, tras la barra, motivaban a su clientela con música, cerveza, y campeonatos de Paddle. Paddle, deporte de los años noventa que no dejó a ningún practicante satisfecho una vez terminada la década, y con ésta, la moda. Deporte tonto y pelotudo el cual servía para pegarte la cabeza contra la pared o salir con la conciencia tranquila de haber movido el cuerpo por lo menos una hora. Ese ir y venir de la pelota rebotando por los cuatro costados con cuatro “deportistas” con paleta en mano corriendo tras ella. Un deporte salido del tenis, ese otro y peculiar juego dónde, como espectadores, no se puede hacer ruido, no se puede hablar y ni siquiera te dejan respirar fuerte en la parte más alejada de la tribuna. Fue entonces, el Paddle, el deporte que a Lea y a mí nos galardonó una tarde de campeonato para principiantes en una final reñida y sangrienta. Lea, un jugador de toda la cancha, un poderoso brazo arrebatador y un estilo único, engrandeció mi talento, el único talento propio, la calentura, el enojo, la ira. Fue, creo, que en el descanso del partido, justo en la mitad del encuentro, ese tiempo muerto que te obligan a cambiar de lado una vez que ya te acostumbraste a tu cancha, cuando le dije a Lea que si no ganábamos, cruzaba la red y los cagaba a paletazos. No se si fue eso, pero dimos vuelta un partido que prometía violencia. Y, haciéndonos lo lindos y triunfantes, los héroes de una jornada deportiva derrotando a los villanos en las arenas del coliseo como dos temerarios gladiadores, los más atractivos del verano, luciendo un estado físico propio de la buena salud con cuerpos parecidos al de Schwarzenegger, recibimos los trofeos bajo el ruido ensordecedor del aplauso del público. Un Público abarrotado en el bar tan lleno como la imaginación, la esplendorosa fantasía me puede dar, como aquella oscura y tranquila noche, mirando la película, que no me acuerdo cuál era.
En fin. Contrariamente al júbilo de lo fans aquella tarde de premiación, nos encontrábamos en silencio, concentrados por la mística del desarrollo de un trama tan atractiva como Lea y yo. La pequeña pantalla del televisor de Winds nos mostraba una cine con personajes recios, sin demostrar sus flaquezas, un héroe que camina entre los cadáveres de sus villanos, con la temple de un tipo duro fabricado en Hollywood, como Lea y yo aquella tarde de campeonato. Les conté, ¿no?

Aunque un héroe de aventuras necesita de un villano y una víctima. La clásica película de policía malo y policía bueno, tan bellamente trillado en el cine americano. Y seguro que, por esos años, la temática de la película no era otra. La sangre en mis venas corría como “Arma Mortal”, como un Rambo desafiando a los rusos en Afganistán, en plena guerra fría. O aquel investigador privado en blanco y negro de los años cincuenta lleno de trágicas historias hasta que la dama necesitada toca su puerta en busca de sus servicios, y entre sexo salvaje y acciones heroicas, desenvuelve el caso más difícil de su vida. Por esos escenarios caminábamos mi compañero  y yo, en plena noche, por la calle oscura, iluminada por un farol suspendido en lo alto, oscilante por el viento que levantaba los residuos y volcaba los tachos de basura. De repente, mi compañero, me advierte que diez villanos vienen a vengar una muerte. Nos rodean, y nosotros, con nuestras propias manos, sin ninguna arma más que los poderosos brazos de la ley, nos batimos a duelo en aquella oscura noche, iluminada por un farol oscilante. Trompadas, patadas, y tomas de karate repartían sangre por la oscura noche, iluminada por un farol oscilante. Una sola piña alcanzó mi lindo rostro que vengué con la mirada iracunda y los ojos inyectados en sangre, tirando mí mejor y último golpe, dando fin a tan sangrienta pelea, aquella oscura noche iluminada con un solo farol suspendido en lo alto de la peligrosa calle de Hollywood. Otra vez héroes, cruzando los cuerpos sin vida de los peligrosos villanos. Y en el fondo, me esperaba ella, con su figura moldeada por la luz del farol oscilante, con la mirada dulce y los labios llenos de deseos. Me acerque lentamente con el rostro apenas manchado de sangre villana, envolví su cintura entre mis poderosos brazos y desperté con el incesante repiqueteo del dedo índice de Lea clavándose en mi hombro que me preguntaba cosas que nada tenía que ver con la trama de la película y, menos todavía, con la fantástica odisea dibujada en mi sueño.
-No entiendo nada… ¿Qué pasa?- le dije rascándome los ojos.
-Que si tenés un forro.- me dijo Lea en vos baja.
-Creo que sí, ¿cuánto tiempo me dormí que ya te vas a coger a alguien?- pregunté mirando alrededor tratando de divisar a la víctima mientras hurgaba en mis bolsillos. Aunque Lea, no necesitaba mucho tiempo.
-No, lo que pasa…- explicó Lea en vos cada vez más baja para que nadie en el salón se enterara- es que Mati me pidió un forro, me fui a fijar al Mehari pero no tengo. Si vos tenés dame que se lo alcanzo.
-¿Dónde está Mati?- pregunté en vos alta
-Shh… allá, parado en la puerta con la minita esa. Habla bajo…

Me di vuelta y lo busqué con la mirada entre la multitud de amigos, hermanas, primas y primos, tías, madres y toda Valeria del Mar reunida en el viejo bar de Granville y Azopardo. Fue ahí que lo ví, del otro lado del salón junto a la puerta, de la mano de una chica que, a mi humilde entender, lo daba vuelta en edad y en experiencia. Con la cara inocente de un cordero a punto de ir al matadero, intentando pasar desapercibido como un fantasma en la oscura noche de verano, me miró apresurado y temeroso. Algo en él sabía que yo no debía enterarme de su petición. Y como toda historia de aventuras necesita un villano, esa noche oscura de verano asumí mi mejor rol. La cara de Mati fue mutando del deseo a la desesperación, logró ver en mí el filo del cuchillo que brillaba bajo la tenue luz de la pantalla, preparado para clavárselo en dónde más duele, a punto de convertirlo en el hazmerreír de toda la costa. Yo, sentado en primera fila, delante del centenar de familias argentinas, me puse de pie y con el forro en la mano, como mostrando un producto de venta libre a los miles de espectadores, dije en vos alta:

-¡Mati, ¿Vos querías un forro?!

Todas las cabezas giraron al mismo tiempo anclando la vista en la pobre víctima. Un Mati como un pollito mojado yacía de pie apoyado en el marco de la puerta, clavado en el piso, inmóvil, con la sonrisa atorada en la garganta, nervioso, tomado de la mano la desconocida mujer que, como decíamos en esa época, “la tenía más clara que todos nosotros”. Los chicos comenzaron a reír, las chicas se revolcaban en el suelo, los más grandes contenían la risa; hasta el televisor hizo una larga pausa. El bar se tambaleaba de un lado al otro conteniendo las carcajadas de la muchedumbre reunida aquella oscura y tranquila noche de verano. La película había mudado su escenario de la fantasía a la realidad, del interior del televisor al viejo bar de Granville y Azopardo.
Mati, valiente en su pesar, tomó el forro que le alcancé a la vista de todos y se retiró con un heroico caminar. Contundente y con paso firme, se alejó por las oscuras y tranquilas calles de tierra, sin cámaras ni directores, sin un guión ni luces de estudio, pero con la temple de un héroe que soportaba las afiladas flechas de las burlas que algunos le lanzaban desde las ventanas, pero que rebotaban en su armadura de caballero medieval, montando su fiel corcel, llevando a su princesa al palacio.  Un titán a la altura de Aquiles, que prefirió morir glorificado por los actos heroicos en las guerras troyanas, o de un Ulises homenajeado en los cantos homéricos retornando a los brazos de su amada Penélope. Un valiente que sobrevivió a los actos malignos de quien les relata. Porque no hay héroes sin villanos, no existiría Superman sin el Doctor Frío, no habría Batman sin Guasón, y mucho menos un Bush sin Osama. Y en las distintas anécdotas valerianas, como en la vida misma, asumimos con grato placer el papel que nos toca. Porque somos los directores, los actores y los guionistas de una película que vamos escribiendo en conjunto, pero lo principal de que toda historia, todo cuento, necesita un héroe, una victima, y un villano.





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