Fin de semana

Despertó temprano con el ruido de un martillazo de algún obrero en su labor temprana. Sonrió de su suerte y dejo caer los retazos de papel que había escrito la noche anterior. Bajó a la cocina y se preparó un café que tomó mientras paseaba la vista por la casa observando cada rincón. Salió al pórtico para oler la brisa salada que la costa le brindaba. Hacía mucho que no venía a pasar unos días en su amada casa de veraneo donde pasó toda su infancia escribiendo las páginas de un capítulo de su vida que no volverán.
A media mañana se vistió y caminó hacia la playa. Con paso lento y melancólico dibujo en su mente las mil historias e imágenes que tenía en cada metro cuadrado del pueblo. No había lugar donde pasara y recordase algún nombre o alguna aventura romántica propia o de un amigo. Dibujaba en su cara una sonrisa tierna y traviesa. Reía sólo y miraba avergonzado si alguien lo observaba. Se detenía cuando no recordaba bien algo y hacía fuerza para indagar en su inconciente algo que no podía salir a la luz. Volvía sobre sus pasos para replantear su camino. Miraba el cielo con tristeza, detenía su manifiesta emoción cuando alguien pasaba cerca suyo y volvía a reír a carcajadas cuando se hacía sólo.
Pisó la arena fría de la mañana. Paso a paso se dirigió hacia el mar, donde sus olas mojaron sus pies con la fría brisa pegándole en la cara. Cerró los ojos y vió como las tardes de verano le daban ese aire de libertad. Pudo ver a todos sus amigos sentados en ronda con mate por medio. Los gritos de pelea, las corridas en patota, la arena caliente, el calor sofocante y el mismo ruido a mar, que era lo único que no había cambiado. Centró su mirada en el balneario que tanto mutó desde su llegada por vez primera. Las lágrimas corrían por la mejilla abriendo camino hacia la boca. Las tomaba con la punta de la lengua y pensaba el inmenso parecido que tenía con el agua de mar. Un mar de lágrimas, pensó, que entristece por los que ya no están ni volverán. Por las tantas anécdotas que miraron al futuro pero se quedaron varados en el pasado. Con ese mismo gusto salado a tristeza y emoción comenzó la vida en el mar. El mismo que ahora brotaba de sus ojos y desembocaba en la comisura de su boca.

Caminó por la orilla mirando como sus pies se hundían en la húmeda arena de la playa. Le dedicó interminables cuentos a sus hijos, a su mujer. Imaginó su cuerpo, su cintura, su sonrisa y sus caricias tiernas en días de fastidio. Creo escenarios y hasta inventó algún poema salido desde su inconciente, sin pensar en lo que estaba diciendo. Observaba el movimiento del sol en las pequeñas formas que las sombras fundaban en la arena y las gaviotas reunidas a la orilla del mar. Fantaseaba con ser una y volar un rato solo para ver como se vería el mundo desde arriba. El viento abrigaba los recuerdos de amigos que nunca había vuelto a ver. De caras sin nombres que se desdibujaban con el paso del tiempo. De aquellos momentos en donde un leño hecho fuego en las noches claras calentaban como el mismo sol de verano. De los rostros encendidos y la madeja de pelos que el salitre no dejaba peinar. De cómo se enamoraba cada día y escribía románticas historias al aire a escondidas para no ser la burla de sus amigos. Pintaba en su imaginario una cuadro con mil estrellas mirándolos reunidos al pie de los medanos que se fue borrando año tras año.
El sol del medio día le hizo abrir el apetito. Se dirigió hacia el centro y buscó un lugar abierto para poder comer algo al paso. Lo único que pudo encontrar fue un kiosco y compró un sándwich y una gaseosa. Se sentó al pie del mástil de la rotonda mientras miraba de reojo como las nubes cubrían el cielo. Escribió algunas líneas en un cuaderno que poco a poco fue el blanco de las primeras gotas de lluvia que amenazaban al pueblo y a sus planes de esa tarde. No se dejó vencer y dirigió el rostro al cielo con los ojos cerrados mezclando las lágrimas saladas con la dulce lluvia y sació la sed del alma. Recordó esas tardes tormentosas refugiados en alguna casa jugando al truco. Esas tardes que se convertían en noches y dejaban a más de uno enojado por la derrota mientras las gotas se deslizaban por el vidrio y el frío hacía acurrucar a los románticos en un sofá. Del amor de verano, tan sincero pero tan cruel como aquella tormenta.
Volvió rápidamente a su casa en busca de abrigo. Decidió dormir una siesta con el televisor encendido de compañía. El sueño lo abatió en los primeros minutos. Soñó con su cara anclada en sus ojos como ese retrato que conservaba en el cajón de los recuerdos. Pintó su pelo de amarillo y su piel tan clara que dañaba cada verano con los primeros rayos de sol. Se mostró temeroso de darle un beso y pensaba en cada estrategia para llegar a su boca. Levantó la mirada que deposito en la suya y con un impulso de su corazón rozó sus labios. Con la juventud acuestas prometió amarla para siempre. La abrazó y acarició su cuerpo mientras su lengua peleaba en su boca. Su pelo rubio se oscureció y su cara se transformó. La volvió a besar y su cuerpo fue mutando convirtiéndose en distintas personas en cada momento. Besó a toda su juventud que fundido a fuego yacía en su memoria y que ahora salían al conciente disfrazado. Despertó de un sobresalto y rió, rió tan fuerte que el eco rebotaba en las paredes formando telarañas en la habitación. Se dirigió a la ventana para contemplar la lluvia. Abrió su computadora personal y convirtió su sueño en prosa. Encendió un cigarrillo que colgó del cenicero y continuó escribiendo hasta que la noche tiñó de azul oscuro el cielo y un lápiz lo decoró con estrellas. Sus dedos obedecían a su fantasía oprimiendo velozmente cada letra del teclado. Su imaginación recorrió cada centímetro de la playa, cada grano de arena, cada ola y hasta cada momento de su figura. Escribió sobre sus amigos, sobre su infancia, sobre su historia, sobre su desamor… sobre su amor. Describió los árboles de la cuadra, el grito histérico de las cotorras, los días de sol, las noches de calor, el silencio, el ruido del centro, las calles de tierra, los campeonatos de fútbol, los de volley, exageró escenarios, pintó un cuadro, escribió una canción, cantó… lloró. El cuerpo le temblaba por la ansiedad de ver terminado su texto, pero no podía pasar por alto, los abrazos, los recuerdos, las vacaciones interminables, las borracheras, las travesuras y los besos; las mañanas y ese olor a arena húmeda y sin pisar; el viento en la orilla, las caras conocidas, las familias que cada año se reunían en el mismo lugar de la playa, el color de la piel curtida, las bermudas floreadas, la remeras rotas y sucias y hasta su propia mirada perdida en el horizonte. Esa noche volvió el tiempo atrás. Esa noche desafió a la naturaleza. Esa noche mudó su cuerpo a otro universo y caminó sin ser visto. Observo detenidamente cada instante en silencio como un espectador de lujo sobre el escenario. Nadie lo llamó, nadie lo miró. Se paseaba invisible por el pasado, solo, como había llegado ese fin de semana a su antigua casa de veraneo.
Escribió y escribió durante toda la noche. Daba color al cielo del amanecer. Las olas ponían ritmo estruendoso y el viento cantaba las melodías. La playa fue el protagonista de su historia donde alguna vez las cenizas de un amigo acariciaron el suelo y el soplo de la brisa arrojó al mar. Ese mismo mar que refresca por las tardes de verano y se torna misterioso y espeluznante por las noches y que fue testigo de las andanzas de un grupo muchachos que alguna vez supieron mirar al mundo con ojos distintos pero que año a año se fue apagando.
Sus dedos pisaban las teclas con velocidad y de tanto en tanto pitaba el cigarrillo que se consumía en solitario bajo el velador. Releía las estrofas, cambiaba algún verbo modificaba los adjetivos pero sobre todo, ponía poesía a su pasado. Esa noche corrió carreras de autos en la arena, jugo a la mancha, a las escondidas y al poli-ladron, hizo largas colas en la entrada de los boliches; desafinó en un cantobar y hasta volcó un auto una madrugada de borrachera. Dibujó su rostro en la arena y escribió su nombre en un árbol. Bromeó con sus amigos y bailó hasta el amanecer descalzo en la playa mientras corrían los caballos por la orilla salpicando el agua a contraluz. Gritó, rió… lloró.
El sol dio la bienvenida al nuevo día. Un rayo de luz se animó a entrar por la ventana y posar sobre la almohada. Miró la hora y se acostó. Durmió toda la tarde, toda la noche… todo el año. Durmió tan profundo que ni los martillazos pudieron volverlo a la realidad. Hacía mucho que no descansaba. Así como había llegado se fue. Volvió a su casa donde sus hijos lo esperaban. Su mujer lo abrazó y lo beso. Se sintió bien, pertenecido y acompañado. De vez en cuando suele ir. Pero no sólo, con su familia o con algún amigo que, junto a él, ríen a cada paso por el pueblo.

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