Búsqueda frenética

Cuando ya dejamos de mentir a nuestros padres de la cantidad de materias que debíamos rendir en marzo, vino la facultad. Y con ella otras responsabilidades. Y para mi modo de verlo, aún peor. En la secundaria prometía a mi madre que en las vacaciones iba a estudiar para las asignaturas pendientes, y eso en el fondo me tranquilizaba, porque alguien externo a mí se preocupaba. En la facultad es distinto, si no estudias nadie se preocupa por vos. Los padres empiezan un proceso de “despreocupación insistida”. Es decir que ya no te insisten más, y la preocupación es parte de uno. Y es uno quién tiene ese sabor amargo llamado: cargo de conciencia.
Con ese mismo cargo de conciencia salí esa mañana en busca de un amigo de la secundaria, Rolo.


Rolo y Sepi habían caído de sorpresa una tarde de verano a las tranquilas playas de Valeria del Mar. A Sepi lo habíamos perdido uno días atrás. Se lo llevó la ambulancia una mañana con el tabique torcido por las certeras y duras trompadas de una patota en Majada Onda. Yo no había estado, pero Rodrigo, gran amigo del colegio y con el que anduvimos juntos durante varios años, había ido a bailar con ellos y me contó que empezó a hablar con una chica que, desafortunadamente, era novia del capo de la barra brava de Devoto. Y fue ahí que empezó la contienda, la masacre, una batalla desigual a la vista de los “patovicas” que, como siempre, no se meten si llevan las de perder.

Pero esa noche faltaba Rolo. Rodrigo, que era el último que lo había visto vivo, volvió a casa con un coma alcohólico. Con caminar oscilante y desprovisto de salud se acostó en la cama pronunciando las siguientes palabras antes de caer en la inconciencia total:

-Mññnn… mññnnn… 

Nada se sabía de Rolo…

Con el trajín de la noche, el pecho dolido por el cigarrillo, el estomago arruinado por el alcohol y la cabeza partida por los rayos del sol que se metían por los ojos y te sacudían el cerebro como una tómbola a punto de estallar, andábamos Mariano, Ale y yo buscando a Rolo montados en el viejo Fiat azul, mi primer auto. Pero ni el ritmo profundo de la noche, ni los treinta paquetes de cigarrillos en mis pulmones y ni siquiera el sol plantado en mi cabeza hacían esa mañana tan letal y mortal como los cantos recitados del Martín Fierro escupidos por Ale, que se había empeñado en asesinarnos a sangre fría, si algo frío y placentero había esa nefasta mañana.

-Ale, callate… en serio- decíamos a coro con Mariano.

Sentado en la parte posterior del auto, recitaba en vos cada vez más alto, intentando dar un culto mensaje a la población que, en ese momento, se despertaban de sus tranquilas vidas y se dirigían en masa a la playa. A medida que el sol se levantaba en lo más alto del cielo, José Hernández revoleaba, en mi cerebro, sus boleadoras cada vez con más ímpetu.

-¡Bajate! ¡Me tenés las pelotas por el suelo, Ale!- dije bajándome del auto.
-¡Los hermanos se han unido…!- seguía Ale.
-¡Y a mi me importa un huevo!

Mariano no sabía si reír o llorar. Sentado en el asiento del acompañante me miraba como esas cosas que nunca llegas a entender en la vida, esas cosas que sabés que las vas a vivir una sola vez, como estar dentro de una película de Mel Brooks. Sorprendidos y aturdidos seguimos camino, tratando de no desviarnos de nuestro objetivo: encontrar a Rolo.

-¿Dónde fue la última vez que lo vieron?- preguntó Mariano
-En Majada… pero habrá sido hace varias horas. En realidad lo vió Rodrigo, pero éste tenía un pedo catastrófico.
-¡Aquí me pongo a cantar, al compás de la vigüela,…!
-Dame un arma.- pidió Mariano, y en sus ojos se veía un sesgo de realidad. Son esos momentos en la vida dónde la intolerancia puede más que la amistad, donde le malestar, la tómbola en la cabeza, el mal aliento y las ganas de dormir pueden llevar a cometer el hecho más grave de tu vida. Yo, sin prestarle atención, seguí camino a Pinamar. Paramos en Majada Onda, me bajé a preguntar si todavía quedaba gente en el boliche. Pero las puertas estaban cerradas y los empleados descansando. ¡Oh dios, que suerte la de ellos!

Continuamos por la sinuosa ruta hasta la rotonda de Pinamar. Me prendí un cigarrillo aunque los pulmones pedían por favor no seguir fumando. Mariano paró unas chicas que venían vestidas de noche y, con el cuerpo colgado de la ventanilla, preguntó:
-Disculpá, no viste un muchacho con el pelo largo, morocho, altura media…
-¡Y sepan cuantos escuchan, de mis penas el relato…!-seguía Ale.
-Perdón,- dijo una de ellas- ¿Qué le pasa?
-¿A quién?- disimuló Mariano rascándose la cabeza.
-¿Cómo a quién? A él…- y señalo directamente a Ale que miraba con ojos poéticos.
-Ah… a él. Es un amigo que salió del manicomio ayer. Se cree el Martín Fierro. Pero, por favor, no lo contradigan, síganle el juego.
-¿Y a quién están buscando?- preguntó la otra chica que se asomaba desde atrás.
-A José, a José Hernández ¿Lo tenés?

Las carcajadas de los tres reventaron los vidrios del auto. Mi corazón parecía explotar y casi sin aire moví la palanca en la primera posición y avanzamos hasta la costa. Nos detuvimos en la playa a tomar un poco de aire y terminar de reír. Seguimos por la costanera observando como poco a poco los autos iban estacionando y vomitando a los turistas que se lanzaban a la costa, a esas inquietas arenas que Alito una vez definió como “la playa de los culos perfectos”.
Manejamos como guardias barriales por toda Pinamar haciendo un extensivo rastrillaje para terminar en La Lucarna, tomando un merecido café y unas medialunas al compás de las mitológicas verdades de Ale.

-Habría que venir más seguido…- sugirió Mariano.- mirá las minitas esas.
-Sí, pero no te aguantás ni una hora. Te sentás en la arena y extrañas Valeria.- dije mientras buscaba los cigarrillos.
-Sí, es verdad… pero de vez en cuando, para conocer alguna chica…
Ale daba pequeños sorbos al café con leche atento a nuestra profunda conversación, como esperando un  hueco, un silencio en medio de la nube de cigarrillos rubios y negros, agazapado para entrar en acción cuando el director lo decida.

-Lo que pasa que las chicas de acá son de plástico. Son desarmables. Se arman y desarman como un lego.- atacó Ale exhalando el humo del Parissiennes. 
-De qué carajo estás hablando…
-Una vez conocí una chica…-comenzó Ale acomodándose en la silla- que tenía unos ojos verdes increíbles, pelo negro atado con cola de caballo, unas uñas esculpidas perfectas y las pestañas más largas que uno puede imaginar. Cuando nos sentamos en un Café después de pasar la noche de fiesta, comenzó a desarmarse.
-Primero Martín Fierro y luego esto…- comenté.
-No, en serio. Se sacó la cola de caballo y la guardó en la cartera. Luego las uñas postizas que guardó en una cajita de plástico junto con las pestañas. Y yo le dije “por lo menos tus ojos son preciosos”, a lo que ella dijo, “ah, me olvidaba…”, y se saco los lentes de contacto.
Reímos los tres durante más de media hora, o más, la realidad que el tiempo pasaba rápido y lento a la vez. En realidad no pasaba, con las historias de Ale, gran creatividad para la exageración, suspendía todo los relojes de la costa.
-Che, ¿Y Rolo?- preguntó Mariano.
-No se, a esta hora debe estar muerto.-concluí bostezando la furia de la noche anterior.
-Vamos a la morgue… ¿Hay morgue acá? Si te morís, a donde te llevan.
-Que se yo…
-Te entierran en la playa.-interrumpió Ale.- en el cementerio de los caracoles. Una vez encontré fósiles humanos…
-Ale, seguí con el Martín Fierro…
-No me lo acuerdo más… tengo el Cid Campeador.

Continuamos la búsqueda frenética con el sol del medio día en el punto más alto. Casi sin darnos cuenta habían pasado más de cuatro horas de profunda investigación, mirando chicas, hablando boludeces, y cantando alguna que otra canción de Los Abuelos en el pasacassette. (…y este dato ubica al lector en tiempo) Aunque  la música servía para distraer a Ale de su creatividad y su ingenio. Anduvimos sin rumbo fijo desprovisto de sangre nueva y renovada, con el peso del sol en la parte superior de la cabeza y las estadísticas de encontrar a Rolo totalmente desfavorables. Y no era para menos.

-¡Para! ¡Para!...- ordenó Mariano.- dejame preguntarle algo a esas chicas. ¡Disculpá! ¿Conocés la calle Melo?
-No, te dijeron por acá- respondió la más inocente.
-Sí, me dijeron: Agarrá-Melo derecho…- continuó Mariano con la risa contenida.
-Mirá, no lo conozco. Preguntá en el balneario.
-Escuchá bien: Agarrá-Melo derecho…- repitió Mariano lento y pausado.
-Sí, ya te escuché. Pero no somos de acá.

Otra vez las risas, otra vez la juventud a pleno disfrutando de las bromas más elaboradas de una mente cansada y destruida por el patético sol del medio día. Seguimos camino a  Cariló, pasamos por Ostende, volvimos a Valeria, dimos vuelta una y otra vez por la rotonda, por todas las rotondas de la costa , hasta que el cansancio nos venció y nos rendimos ante la dulce conquista de un colchón, cualquiera, no me interesa, cuando se está en ese estado catastrófico, como si un elefante hubiera pasado por encima de tu cuerpo, como si Ale hubiera recitado el Martín Fierro toda la mañana, dormir se torna el placer de los dioses, esos que están tocando las liras y la flauta en las alturas. Y así, nos fuimos a dormir, no me acuerdo dónde, pero se que dormimos en alguna pieza, juntos.

-¿Y Rolo?- preguntó Mariano al limite de caer en los sueños freudianos.
-No se, después compramos el diario.- respondí
-Che, una pregunta.- dijo Ale en vos baja desde el fondo- ¿Quién carajo es Rolo?  





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