Cínico revoleo

Poco a poco la playa iba recobrando vida con las pisadas de las familias, que llegaban lentamente cargando las sillas y las sombrillas, gritando a los menores que apuraran su paso, saludando al pasar a todas las caras conocidas del balneario y ubicando sus pertenencias en el mismo lugar de todos los días. Algunos a la derecha, otros, directo a la entrada pero todos juntos, formando pequeños campamentos. Y así daba comienzo a un nuevo día de playa en un continuo rito diario. Con la arena seca hirviendo entre las carpas, el banderín flameante en el centro y los chicos, nosotros, corriendo por la costa libres, sin ataduras, bajo la fuerte mirada de nuestros padres. En un reiterado ritual armónico, como un ritmo continuo de frases rítmicas que pelean con los agudos sonidos de la guitarra y apoyados en las graves melodías que el bombo acompaña su compás, nos encontrábamos un día mas bajo en las cálidas tardes de verano retados por la pura adolescencia que comenzaba sus melodías más sarcásticas y rebeldes.


-¡El último se coge a Verónica!- gritó Alito mientra corría a gran velocidad hacia el inmenso mar perseguido por los mejores ejemplares de la raza humana, los más lindos y apuestos que la naturaleza podría dar: nosotros. ¿Es que realmente nos creíamos una especie de Brad Pitt mezclado con Hughes Hefner o simplemente éramos adolescentes trepados a la astucia y picardía típica de la edad? La imagen se dibuja con Lea, Alito, Horacio, Diego, el gordo, Martín, Ale y tanto otros corriendo desesperados al agua. Era una forma de darnos fuerza para sumergirnos bajo las frías olas del mar. Y para escribir parte de una leyenda que nos alimentó la risa y la nostalgia durante muchos años. Pero lo mejor, lo que está en la foto principal: “El Revoleo”

¿En que consistía “El revoleo”? En unos enajenados infantes agitando sus trajes de baños como una bandera ganada en la guerra, y así, desafiar la tranquilidad de una playa familiar como “La Ventola”. De diez a veinte psicópatas nadando con los miembros libres de ataduras y mostrando el culo a las señoras que se daban un paseíto por la orilla. Sin horario para su práctica, sin ganadores ni perdedores, pero con un solo escenario, el mar. El mismo que cruje con un fuerte estruendo por la mañana dando la bienvenida al nuevo día. Ése que por la tarde queda en segundo plano bajo el murmullo de la gente amontonada sobre la arena, sentada de cara al mar como un espectáculo reiterativo e incansable. Ahí mismo, en las tranquilas tardes valerianas, con las olas rompiendo en su primera ronda cerca de la orilla, con el suave bailoteo del agua como un reloj hipnótico, bajo ese relax que adormece hasta la fiera más inquieta, se agrupaban una docena de desaforados revoleando la malla, rompiendo la tranquilidad acostumbrada al grito de “¡mírenmela!
Ese placer adolescente que todo lo puede, que desinhibido anda por la vida enfrentando a los terribles monstruos que se acercan. Que tira los muros de una sola patada. Que… que literalmente se caga en todo…

Una tarde de “revoleo” a Alito, el enano maldito, se le zafó de la mano la malla y con tanta mala suerte quedó flotando cerca mío. Era una oportunidad única para hacer lo que nunca nadie había hecho hasta ahora, poner su traje de baño en la orilla obligándolo a salir en bolas a buscarlo. Y así fue que se lo pasé a Lea, éste se lo tiró a Mati, y así uno por uno hasta que, por último, alguien lo depositó justo donde las olas retornan al mar. Desde la orilla, muertos de risa apostábamos por la astucia de Alito. Con diferentes opiniones pasamos un buen rato mirando al enano maldito saltar de un lado a otro mostrando su trasero gritando: ¡“miren el pez raya”! La gente miraba, el bañero, Santiago, nos ponía cara de circunstancia parado con los hombros erguidos, los brazos cruzados y el silbato preparado por alguna impronta. Pasaban lo viejos de la mano en sus largas caminatas desde Cariló hasta Pinamar que observaban al pobre Alito  que, ahora, se había dispuesto a tomar su traje de baño sea como sea. Se arrastró cuerpo tierra por la parte baja del agua moviéndose como una oruga, acompañando las olas que se deslizaban en la orilla. Cada centímetro que se acercaba al preciado trofeo las carcajadas iban aumentando. Algunos tirados en la arena retorcidos del dolor de panza por las contracciones de la risa. Mi mandíbula parecía que nunca iba a cerrarse y mas cómico era ver a los chicos disfrutar tan magnífica escena. Una mujer se acercó aconsejando que la devolviéramos la malla, pero en vano, nadie era capaz de reprimir el placer de tal comedia. Algunos turros se la iban alejando unos metros para hacer más osada la proeza. Alito titubeaba y miraba a ambos lados de la playa estudiando cuanta gente podría ver sus genitales. ¡Mucha, Ale, mucha! Había sido un buen día de playa. La gente no se iba así nomás. Cuando el sol comenzaba su descenso empezaba la mejor hora de la tarde. El viento aminoraba y el mate con bizcochos se preparaban para celebrar el ocaso valeriano. Y a esa hora de la tarde no había mucho para ver, pero Alito daba su mejor show, con entrada gratuita y un público basado únicamente en familias. Las señoras tapaban los ojos a sus menores, los hombres tapaban los ajos a sus señoras, los fotógrafos se agolpaban esperando la salida triunfante de un muchacho que, como nadie en el grupo, manejaba las situaciones más adversas de manera cómica y segura.
-¡Miren a los chicos, que locos!- comentaban las madres con la risa atorada en la garganta mientras los padres vigilaban que la situación no se descontrole…
¡Alito, Alito, Alito! Alentábamos a coro para darle fuerza. Pero todavía, Ale, no se animaba a presentar en público lo que a los enanos los hacía famosos. ¡Dale, che, mostrá la garcha! Algún mal hablado padecía su honra. (Siempre hay uno desubicado…)

¡Alito querido, hasta el mástil clavado por años en el centro de Valeria vio tus partes esa tarde cuando de un salto te levantaste sin prejuicio alguno y serenamente te pusiste el traje de baño delante del gran público! (no había que esperar otra cosa de de él) Y una vez más escribiste en las páginas de las fábulas valerianas un capitulo inexorable en su relato. Yo me reí, Lea se rió, Mati se quedó sin aliento, a Horacio le dieron oxigeno, el gordo adelgazó, Ale se descostilló y hasta el mar, en su ir y venir, rugió de alegría esa tarde de verano frente a las familias que, disimuladamente, sonrieron…

Durante mucho tiempo, al grito de “el último se coge a Verónica”, nos lanzábamos al mar como indios en formación de ataque. ¿Podemos ser tan crueles con alguien que compartió gran parte del tiempo entre nosotros? Hay cierta edad donde los defectos ajenos son los más visibles. O mejor, los únicos visibles. Y es ahí, en la misma Verónica, en la misma que los “defectos” sobresalían opacando sus virtudes a través del cristal cínico y adolescente, que una noche sobre la cama marinera de la pieza de ella, con la luz apagada jugando al cuarto escuro, la besé, y nadie lo supo durante mucho tiempo…
                                                                                                                          …y no fui el único…

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