Las ventanas de enfrente

Me senté a la ventana con las rodillas en la cama, y los codos sobre el marco sosteniendo el frágil cuerpo de un chico soñador, con el ímpetu explorador, la grandeza de los amigos del barrio que dejaban caer su espíritu desde los altos edificios que cercaban el cielo a los duros cordones de la adolescencia. El paisaje de cemento cercenaba la mirada distante y destrozaba la vista en el nuevo edificio de enfrente erguido sobre José Hernández como una colmena. No solo disfrutaba de la grata compañía de sus ventanas, sino de la fantasía de una realidad impuesta entre los marcos de hierro y que alguna cortina daba paso a una vida ajena e imaginada.
Como cada tarde después de la merienda relajaba mis pensamientos en las escenas a través de los vidrios del edificio de enfrente, creando conversaciones, resquebrajando el tiempo hasta que Fabián me chiflaba de balcón a balcón y un juego de pelota en la playa de estacionamiento del hospital rescataba de la soledad. Del piso doce la ciudad se convertía en maqueta, dibujando las sombras entre los edificios que los autos atravesaban a toda velocidad y los hombres cruzaban las líneas de los cordones perfectamente pintadas apurando el paso en la calle que me vió crecer, en el barrio de Belgrano.

El tiempo era un aliado, traicionero aliado, que deletreaba los minutos a paso continuo y sin aviso. La música de los ochenta era un transporte al futuro idealizado, una fantasía demagoga trepada al duodécimo piso y que bajaba de la cúspide usando un delgado árbol como arco y una pelota ajada que mi padre me regalaba cada fin de semana. Los juegos se hacían eternos, los rings rajes aventureros, y las prolongadas pláticas sentados en la esquina del viejo hospital morían a la hora de la cena. Viví entre las peleas con los vecinos de la otra cuadra, el diminuto almacén de la esquina del cual nos proveía de tapitas de gaseosa robadas que juntábamos por una promoción, las corridas de los porteros, una trompada lejana, un abrazo de gol, y un amor renaciente en cada noche hundiendo la cabeza en la almohada y que moría a la mañana temprano con un desayuno apurado. Los deberes escolares preferían no meterse en la apretada agenda, y cuando llegaba el fin de semana, un asalto agitaba el corazón y aceleraba el pulso frente a un espejo que mostraba un chico rebelde y desaliñado, con la camisa afuera, el pelo largo y los ojos anclados a cada ventana del edificio de enfrente, buscando una historia, un personaje levantando la arena de la costa entre mate y bizcochitos de ocasión.

Tal cual prometía la fiesta, derrumbaba los sentimientos y declaraba la guerra a la noche, rebotando en las finas capas de la realidad, sumergido en la filosofía adolescente con una botella de gaseosa en una mano y un cassette de Phil Collins en la otra. El living despejado, los muebles amontonados y una mesa de comida delineaban el centro del salón, convertido en pista de baile, si baile había, y si el mini componente no denunciaba las horas a los pacientes vecinos. Con la mirada vigilante de los padres, los parlantes reventaban con Culture Club, Dire Straits y The Cure que seguíamos al ritmo en fila, de un lado las chicas y del otro nosotros, con la vergüenza en la cara y los pasos torpes de la inocencia en cada bombo y que la historia y la matemática no encajaban en las melodías pop ni armonizaban la salida nocturna de los primeros besos. Una noche más, con el suave compás del romanticismo, abrazados a distancia, las manos en su cintura, la mirada esquiva sin pronunciar una palabra, y la tenue luz del living que poco hacía en la fiesta.

Por la tarde volvía a posar la mirada en las ventanas ajenas, buscando alguna acción, un asesinato, un suicidio, una pelea, una mujer desnuda, una familia. El domingo transitaba en silencio con algún motor retumbando en las paredes de la casa y una frenada repentina que ahogaba un chillido alarmante. El mediodía se levantaba con el correr del sonido de los cubiertos y una lejana conversación transformada en murmullo en mi ventana. Las veredas estaban vacías, los autos escaseaban convirtiendo al silencio en protagonista del paisaje.  De vez en cuando gritaba despertando al barrio o buscando una extraña conversación lejana. O simplemente bajaba los doce pisos tocaba el timbre del departamento de Fabián, de Diego o de Mariano, con la esperanza que hayan terminado de almorzar, aunque los domingos solicitaban de ellos en casa de sus tíos o reuniones familiares con pastas o asado en quintas, fuera de la ciudad escapando de los edificios y el cemento. Y entonces la TV se encendía y las horas buscaban la tarde hasta la caída secreta del sol mientras la tarea escolar desafiaba la tranquilidad desde el escritorio. A medida que llegaba la noche el cargo de conciencia de no haber hecho nada para el colegio crecía rompiendo los cuatro canales de aire, acostado en la cama, temeroso de una libreta colorada de la mano del profesor de “Erdkunde”. Sacaba las hojas y las esparcía por la cama, sin entender una palabra y con “Feliz Domingo” de fondo releía y releía una y otra vez, hasta aprenderlo de memoria. Mi madre se sentaba en la cama a la noche, y mirando la TV cenábamos tranquilos dejando el día morir a los pies de las luces de las ventanas que poco a poco dibujaban extrañas imágenes abstractas en el edificio de enfrente. Dormía pegado a la música del walkman y volaba entre solos de guitarra y voces poperas de los años ochenta. Y despertaba con la radio del cuarto anunciando la temperatura y las noticias tan lejanas a mi realidad.

Caminaba trece cuadras hasta el colegio con la mochila colgando y sin abrir del viernes pasado. Llegaba al colegio y depositaba todo mi entusiasmo en las noticias del asalto del sábado, y los rumores de fin de semana. Entre cuadernos y libros en alemán me sentaba en la mesa hexagonal que habían dispuesto como pedagógica pero que separaba en pequeñas isla de cuatro personas relegando todo tipo de comunicación entre ellas. Por supuesto que la amistad pudo más que la viveza y sentarme con estudiantes de mismo nivel no fue la mejor elección. Y la zona decadente toleraba más los chistes y las bromas que el estudio y la concentración. Los días de prueba nos mirábamos entre nosotros muertos de risa y con la hoja en blanco revelando un fantástico “uno” que Mono festejaba por homenajear algo propio. Y las voces de Sebi preguntando si alguien sabía las pregunta cuatro, o la tres, o alguna, no se alguna… Y la respuesta irónica de Paja que le decía que si no había estudiado se abstenga a las consecuencias. Y la carcajada recurrente de los cuatro imanaban de la isla pedagógica derramando la paciencia de los profesores.
Diciembre era la primera estación, acumulando materias y exámenes, demonios de marzo y retos de los padres, veranos a sol y libros, promesas de enérgico estudio y la belleza de esconderse en los armarios de las aulas mientras Mono rendía geografía y el sabor de un pedo de Sebí que me arrancó de cuajo escapando del escondite secreto que tan bien Edgardo había acomodado para que quepamos todos. No éramos vagos, no queríamos dejar de vernos, y diciembre era la escusa perfecta para recorrer la adolescencia entre las aulas y las palabras inéditas del alemán, un alemán que en mi desaliñada vida entendí, y me preguntaba todos los años que carajo hacía yo ahí, entre tantas familias germanas, mientras desacomodaba la sintaxis, erraba los artículos y hablaba como Tarzán en plena secundaria. Y que de ser un grupo de vagos terminé siendo el único burro desamparado por los traidores que un año antes me abandonaron tras los muros de Berlín que todavía no había caído.

Vuelta a casa y las trece cuadras recorridas descansaban en un vaso de chocolatada y galletitas Lincoln frente al televisor. Una llamada al portero eléctrico me obligaba a salir de casa y patear una pelota en la vereda. La mirada de mi madre preguntando por la tarea y los libros apilados en el escritorio esperaban en vano mi retorno, a la hora de la cena, cuando las luces de las ventanas de enfrente se encendían y mi mirada relataba los cuentos en cada marco desde el piso doce, con las rodillas en la cama y los codos sobre la ventana, buscando una historia, y sin darme cuenta que abajo, yo, escribía la mía.

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