Lucca



Un café de mañana acostado en la cama con la luz de la ventana reposando en la almohada me despabiló casi como un shock eléctrico. Salté al frío piso de madera y corrí a buscar mi ropa que había pasado la noche durmiendo sobre la mochila, en la otra punta de la habitación que había alquilado por pocas liras. Roma se engrandecía detrás de la alta ventana. Decidí salir a recorrer sus imperiales calles dejando la bandeja con el café apoyado entre las sábanas deshechas y una media perdida que no pensaba buscar.




-¡Buongiorno, signora!-grité saliendo del cuarto.
-¡Buon mattino, bambino!- respondió doña Rigatta desde la cocina.

Me lancé a la calle como un lince y doble hasta la estación de tren. Roma olía a pasta de domingo al medio día, a gritos de mi abuelo en su Italia natal, convertida la frenética fragancia de un Gelatto en pleno verano y un ristretto de paso con los codos apoyados en la barra, porque así es mas barato; y un mochilero como yo, necesita ahorrar para llegar a donde todo comenzó, a donde la vida te arrancó de tus murallas y te depositó en America, bien al sur. Los trenes van escupiendo los pasajeros que apuran el paso y se chocan entre ellos como torpes transeúntes descuidando la mirada entre los andenes. Me senté a esperar el tren con un cuaderno en la mano, que me servía para escribirte una carta que nunca te iba a llegar, porque hasta esa altura me parecía imposible romper la barrera entre vos y yo, pero que te recuerdo en silencio, con tus ojos tan azules y tu lento caminar, tan falto de mis abrazos como de los tuyos. Pero era hora de verte una vez más, hincando la mirada en mis infantes ojos, sin entender nada, sabiendo solamente que eras mi abuelo y que el día que te fuiste no me despedí porque no había llegado el momento que mueras dentro mío, y la sonrisa tan grande que me dabas cuando me veías jugando en la vereda, con mis manos sucias, mi pelo enmarañado, y la pelota bajo mi brazo.

Subí al coche número dos, según lo que el cartel suspendido en la vía marcaba, pero me aseguré con una señora que tan amablemente y despacio me dijo en tu idioma que este tren me llevaba a Lucca, donde naciste a principios de siglo y que la gran Guerra te obligó a subir a un barco alejándote de lo que más querías, como tantos otros. Pasaron pueblo y paisajes delante de la ventana, alguna tarantela, banderas de fútbol, discusiones de estación, gente perdida, turistas envueltos en grandes mapas, mochileros, y ancianos sentados en los bancos de los andenes, mirando el tren pasar tan atentos como si fuera su única diversión. Saqué el cuaderno y releí tu carta, tu recuerdo, tu memoria impregnada en la mía, te describí, te pinté, te dibujé con líneas simples de mi infancia. Te vi sentado en cada estación esperando que baje a saludarte, con la historia posada en tus hombros, delante de las descuidadas paredes que decoraban el paisaje más bonito que en mi vida he visto, y que gracias a tu presencia todavía en mi retina, recorro el país más tano que la pizza calabresa.

El guardia me arrancó tu imagen pidiendo el boleto que tan hábil agujereó. Me descubrió argentino sin pronunciar una palabra, debe ser la forma de moverme, de actuar, de pensar, y siguió su camino entre los boxes, con su gorra y su traje azul descolorido, con el pasado a cuestas y la vejez como uniforme.  Mas montañas y valles, más estaciones y turistas que subieron y bajaron en cada pueblo, de casas bajas, retenidas en el tiempo pero vivas, con el sabor temprano de un café, y el aroma a tostadas fundidas en las paredes. Crucé ríos, lagos distantes, gente despreocupada, conversaciones gestuales, muros de edad media, burgos, feudos, y campo sembrado hasta la orilla. Me acomodé en la butaca de cuero, apoyé mis piernas en las de enfrente, relajé la vista en el cielo tan azul y tan perfecto como un relato imaginado de tu nieto sentado en casa, repiqueteando los dedos en el teclado con los ojos humedecidos en cada palabra. El tren se abrió camino entre los pueblos descansando en las vías que retumban en el coche número dos, con incesante ritmo continuo y promisorio, y las ansias mías de llegar desesperaron el paso en cada estación, donde el tren paró, abrió sus puertas, tocó el silbato y huyó lento y tembloroso.

-Buongiorno- me saludó una señora cargando bolsas más grandes que ella.
-Boungiorno- respondí en mi única palabra aprendida en italiano.

La señora se sentó en la butaca enfrente mío y desplegó las bolsas por todo el pequeño cubículo. Me ofrecí a subirlas a los estantes de hierro que colgaban sobre nuestras cabezas. La señora no comprendía mucho el español, me aseguré que me entienda y le hablé en lento español gestualizando cada palabra como un mimo.

-Sí, vi ringrazio molto…- sonrió la señora.
-No hay de que… so no más de papa…- bromeé sabiendo que nunca me preguntaría que había dicho.
Colgué cada bolsa en los estantes. Pensé que por su peso un cadáver de su marido descuartizado se repartía en cada bulto. Hasta fantaseé que detrás de su amable sonrisa yacía una asesina desalmada que fileteaba mochileros por Italia y, aunque mis ojos me vencían con el movimiento del tren, no cerré mis parpados por casi una hora, hasta que la vieja se bajó en la estación después que mi amabilidad y juventud le bajaran los bultos al andén.

-Chau, assasino…- saludé desde la ventanilla con las manos.

Seguí viaje a Lucca, con la aventura escapada de un muerto en bolsas y una sonrisa despiadada. Pregunté al guardia que otra vez asomaba la nariz en el box, cuánto faltaba para Lucca.

-Due stazioni- contestó.

Dos estaciones no eran nada. Ya estaba tan cerca que el corazón palpitaba a ritmo de tarantela. La primera había llegado en seguida pero la segunda se hacía esperar. Parece que cuanto menos falta la vida se proyecta en cámara lenta. Miré por la ventana y el tren reducía la velocidad en cada durmiente, como si supieran que mi desesperación se amotinaba a cada paso. Por fin el tren se detuvo en la estación y me exasperé cuando leí el cartel de Lucca en la entrada del andén, salté arriba de lo turistas y me tiré de cabeza en el pueblo. La gente me miró desconfiada a lo que respondí acomodándome la ropa y el pelo.

Lucca era como me lo había imaginado, o más o menos, pero más pintoresco y más bonito. Una ciudad cercada por altos muros de la edad media resguardándose de las invasiones bárbaras tras la caída del imperio. Las angostas calles serpenteaban por el interior y casi todas morían en la plaza central, que se abría paso entre los viejos departamentos pintados de amarillo y mesas de café. Los negocios atestados de turistas, el empedrado, la arquitectura de siglos atrás con sus inmensas ventanas, los balcones, sus altas puertas de madera, los pasajes que pasaban debajo de los puentes que unían un edificio con otro, la ropa colgada de las sogas atravesando la calle, las plazas, las veredas, las iglesias, el cemento resquebrajado de las casas y la pintura manchada por el paso del tiempo resguardaban en tus ojos tu adolescencia interrumpida.  Me senté a tomar un cafelatte. Paseé la vista por la plaza del anfiteatro adornada en los balcones que asomaban tan vigilantes y seguros y te imaginé jugando de niño a la pelota, o corriendo entre los edificios bajos que adornaban tu pueblo. El sol posó sus rayos en la mesa y me obligó a cerrar la sombrilla. Los turistas deambulaban por tu pueblo, ignorantes de tu pasado, de mi presencia buscando tu recuerdo en cada pasaje, en cada estatua, en cada fuente. No se si me terminé el café cuando salí a caminar, pero estoy seguro de haberte encontrado en cada esquina, dibujando la sonrisa detrás de cada negocio, platicando con los locales que, como vos, gritan en lugar de hablar; esa cultura tan arraigada que llevamos en la sangre, tan latina, que nos importaron hace años como un regalo de un país tan único como el tuyo. Tampoco creo recordar porque mi atención me condujo a un diminuto bar, donde un millar de lugareños hablaban al mismo tiempo y sin escucharse, con un vaso de vino en la mano y una enseñanza en la otra. Puede que ahí te entendí mejor, puede que necesitaba llegar a tu origen para comprenderte más que nunca, puede que mi odisea de haber llegado a Lucca sea uno de los viajes más eternos que tengo en la memoria, pero el placer de poder decirte adios fue tan hermoso como el cielo sobre tu pueblo, ese mismo que llevo ahora dentro mío, porque también es mío y de mi familia.

Volví a Roma con la noche sobre los hombros. Me adentré en el departamento de doña Rigatta que me esperaba con un café caliente sobre la mesa y unas medias lunas amontonadas en el centro. En argentina la panadería era superior, pero le regalé una sonrisa a Rigatta, que me devolvió tan dulcemente que me sentí en casa, compartiendo un momento en familia.

-¿Ti piace Lucca, bambino?- preguntó Rigatta desde la cocina.
-Sí, creo que ya lo conocía.

Saludé a Rigatta y arrojé mi pesado cuerpo a la cama; esa noche no recuerdo haber soñado, pero a la mañana siguiente un café me esperaba en la mesita al lado de la puerta de la habitación que tome lentamente, sentado en la cama, con la lluvia dibujando extrañas formas en el vidrio, releyendo las cartas que nunca te mandé.

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