Y desde acá, de la torre más alta de la península, subido al departamento tan lujoso, paso las noches en una trágica soledad. Deambulo como autómata del cuarto al living, paso por la cocina, preparo un café con sólo apretar un botón y me siento en el sillón dejando morir mis pensamientos en los barcos de enfrente, anclados esperando navegar si el tiempo invernal así lo dispone. El viento sacude los ventanales violentamente, sumergiendo al departamento en un ruido casi insoportable, como si un huracán predijera su llegada. Desde la torre más alta de la península, claro estandarte de mi vida económica, veo como la naturaleza impone sus reglas ante lo construido por el hombre, que se levanta solemne sin pensar en sus debilidades, que, por ser artificiales, ponen de manifiesto su condición de frágilidad.
Ruidos extraños dentro de la casa me estremecen y aumentan sigilosamente a medida que avanza la noche. Tomo un sorbo de café, y observo la larga avenida iluminada sólo para mí, para transformar esta soledad en un cuadro casi diabólico que me deslumbra como hipnotizado mientras el reloj de la cocina avanza lentamente, inquisidor de mis días. Las olas revientan su furia contra la dársena en un combate eterno del mar contra la tierra. Los botes dejan su esplendor y comienzan a temblar de miedo ante el terror de las profundas y oscuras aguas que la noche tiñe a cada paso. Las palmeras bailan un ritmo huracanado que nadie ve, sólo yo, sentado en mi sillón que un día hice traer de Italia, en esas excentricidades que me rasgarían la locura si bajo los 17 pisos de la torre.
Con la tele de fondo abro un libro que suelo leer, como compañía alterna de palabras unificadas, impresas para mí, en su forma y estructura. Trato de escapar del ruido rabioso del viento, intento concentrar mi interés en la lectura, sortear el miedo de una extraña sensación de que alguien me esta mirando, desde lejos, desde otro edificio, desde la calle, desde algún yacht. Investigo cada rincón del penthaouse, observando la soledad de los cuartos, la cama deshecha de la noche anterior, o la noche pasada, y vuelvo al living donde sus grandes ventanales dan forma en el espacio, vacío en su horizonte, indivisible por la oscuridad aterradora y su viento costero.
Otro café, otro paseo por el departamento, más ruidos, más soledad. Me paro en la ventana principal, doy pequeños sorbos al café, y veo un figura humana que baja del auto y se para frente mío, observándome con la manos en los bolsillos, investigando mi silueta, mi ser. Me quedo quieto, nuestras miradas se cruzan, y comenzamos una conversación, presentando nuestra vida, nuestro labor, nombrando lugares y personas cercanas. Dialogamos a distancia, separados por los 17 pisos, con una tempestad y los miedos propios como carta de presentación. Nos hacemos amigos, él desde la calle, y yo con mi taza en la mano, fundiendo la mirada en la lejanía de nuestros cuerpos. Envidia lo mío, yo añoro lo suyo. Me cuenta de su familia, sus hijos, su simpleza. Descubre mi soledad, mis miedos ya inherentes en mis entrañas. Me relata historias, anécdotas. Le cuento de mis viajes, mis negocios. Quiere lo mío, yo lo suyo. Prendo un cigarrillo que saco suavemente, le convido, no acepta. Sigue inmutable con las manos en los bolsillos mirando hacia arriba, contando los pisos para llegar a la cima.
Su figura desaparece, como un perfecto ilusionista, en medio de la noche. Busco a lo largo de la calle, su mirada es ahora un vago recuerdo. Pito el cigarrillo con fuerza, nervioso por los ruidos que aumentan minuto a minuto. Las lámparas del techo oscilan levemente, sin que nadie las empuje, sin causa alguna. El viento se enfurece con más vehemencia y choca su naturaleza impactando en el ventanal. Un escalofrío me recorre el cuerpo que al mismo tiempo tiembla, como los barcos anclados en el puerto. El diablo se acerca, silenciosamente, por detrás. Lentamente apoya su mano en mi hombro. Acaricia mi cuello. Siento su ira en el aliento de su respiración que recae en mi nuca abriendo cada poro de mi piel. Siento las filosas garras que poco a poco hacen presión en mi garganta, cerrando la entrada del aire. Me entrego casi desmayado a sus peticiones mientras mis ojos buscan desesperado aquella figura lejana que supo dialogar conmigo brindando una pequeña amistad tan cerca de lo humano, bajando lo 17 pisos de la torre. Ruidos metálicos, cañerías flojas, las lámparas que no detienen su oscilante movimiento y el viento, nuevamente el viento que ataca la torre dispuesta a tirarla abajo con un golpe triunfal. La avenida dibujada con simples trazos de luces dibuja una línea directa al infinito, escapando del terror que acecha mi casa. Caigo de rodillas con la respiración jadeante, la mano oprime con más fuerza mi cuello sin ofrecer resistencia alguna de mi parte, como si algo en mí supiera que llegaría el momento del final. Ese final tan lejano, tan ansiado, sumergido en mi interior como parte de mi esencia. Observo la costa a lo largo de su bahía. Levanto la vista y veo en el reflejo del vidrio la figura del hombre que supo dialogar conmigo, coqueteando con el diablo, como viejos amigos, hundiéndole la daga por la espalda. Mi respiración vuelve a lo normalidad. El ruido cesa. La calle voltea su rostro hacia mi destino. El sol aparece con sus primeros rayos que posan su elegancia en lo barcos, ahora tranquilos por el nuevo día. Me pongo de pie y clavo la mirada en el edificio de enfrente. Un hombre se arroja al vacío delante de los ojos de la ciudad, que poco a poco, toma su forma habitual, con sus primeros autos y la gente, como autómatas, caminan por la vereda sumergidos en sus pensamientos.
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